Friday, June 22, 2012

La universidad: de la pobreza a la sobrevivencia

La universidad: de la pobreza a la sobrevivencia
Luis Pedro España
Viernes, 22 de junio de 2012

Según la canasta que calcula el Cenda, un profesor instructor está 8%
por debajo de la línea de pobreza extrema. Por su parte, un docente
titular solo estaría 14% por encima de la línea de pobreza.

Ambos con dedicación exclusiva ganan, respectivamente, Bs. 3.300 y Bs.
7.700.

Para no hacer comparaciones odiosas con otros funcionarios de la
administración pública, cuyas remuneraciones y aumentos progresivos
hacen palidecer de envidia a quienes se supone deben formar a los nuevos
profesionales de este país y producir el conocimiento para su
desarrollo, un profesor titular en el mundo desarrollado está por el
orden de los 10.000 dólares como sueldo básico.

En Chile un docente a dedicación exclusiva y con doctorado puede ganar
en su primer año unos 4.000 dólares al mes, lo que ubicaría a su similar
en Venezuela cinco veces por debajo.

Teniendo en cuenta además que ese país no es precisamente el que mejor
remunera a universitarios en América Latina, la brecha con países como
Brasil, México e incluso Argentina podría ser mucho mayor.

Podríamos seguir haciendo comparaciones y la conclusión sería la misma,
la docencia universitaria (y podríamos decir que la educación en
general) es una de las profesiones con peor remuneración y, en
consecuencia, la posibilidad de atraer y retener a los mejores talentos
del país para la actividad científica y divulgativa es cada vez más difícil.

El rezago de la mal pagada profesión universitaria tiene muchas causas.
De hecho, barbaridades como la posibilidad de jubilarse de la profesión
con solo haber cumplido 25 años de ejercicio profesional, lo que no en
pocos casos supone profesores jubilados antes de cumplir los cincuenta
años, no fue sino el resultado de las concesiones que terminaban
haciendo las autoridades universitarias ante la imposibilidad de
defender las remuneraciones y llevarlas a lo que llegaron a ser a
finales de los años setenta.

Como se entenderá, al empobrecimiento masivo que vivió el país, entre
los años ochenta y noventa, el sector universitario no podía escapar. Si
bien su capacidad de movilización hizo que fuera uno de los sectores que
perdiera menos, comparado con otros gremios, la crisis financiera de las
universidades supuso que el prestigio de nuestras principales casas de
estudio se fuera perdiendo, no solo en términos profesionales o
formativos, sino en producción y participación en el conocimiento
académico del continente.

Poco a poco nos hemos aislado y perdimos el necesario roce
internacional, que es lo que hace que la comunidad académica pueda
alimentarse y asimilar las innovaciones, para luego, y después de ese
involucramiento con la comunidad global, tener algún chance de
contribuir a su crecimiento.

A la crisis histórica, por llamarla de alguna manera, hay que sumarle la
crisis actual. La universidad, puede que por condición natural, no suele
ser amiga incondicional de gobierno alguno.

Tiende a ser altanera, orgullosa de su autonomía y fiel creyente de la
crítica como forma de entender al mundo y el statu quo. La universidad
siempre supone que puede y debe mejorarse.

Por su nacimiento, por la relación casi natural de la universidad con el
progresismo y, en nuestro caso, la vinculación con los movimientos
revolucionarios del continente, ningún gobierno del pasado aspiraba a
que profesores, investigadores y estudiantes le rindiesen pleitesía.

Puede que sin mucho entusiasmo muchos ministros de educación y no pocos
jefes del Ejecutivo aprobaron importantes partidas presupuestarias para
esos "centros de oposición".

Más allá de los episodios represivos, que los hubo, el Estado
democrático venezolano entendía que la universidad era, además de
formadora de profesionales y lugar de difusión y creación de
conocimiento, un lugar de antagonismos y hasta de radicalismo
antisistema, pero no por ello su función sería estrangulada desde leyes,
disposiciones o recortes presupuestarios de corte claramente vengativos.

Lo que ha sido la historia de los últimos años de esta administración,
con su bonanza petrolera incluida, en lo que a su relación con las
universidades autónomas se refiere, no puede calificarse sino de
persecutoria y oscurantista.

Pretende que porque ellas dependen principalmente del presupuesto del
Estado para mantenerse y funcionar, deben perder su independencia,
libertad de criterio y obedecer a quien paga.

Pero el hostigamiento y acorralamiento que padecen nuestras
universidades no se circunscribe al ámbito presupuestario. La
imposibilidad de realizar elecciones, de gobernarse a sí mismas o el
hecho de estar permanentemente en conflicto con el gobierno nacional,
sus partidarios y grupos armados, puede que sea un problema aún más
grave que el remunerativo, la falta de equipos o la actualización y el
deterioro de la infraestructura.

Curiosamente, esta administración había logrado adelantar algunas
iniciativas ciertamente renovadoras, progresistas y acordes con los
principios de complementariedad entre los sectores público y privado que
suelen rendir tan buenos frutos.

Nos referimos a lo que fue el primer reglamento del fondo para la
investigación que preveía la Ley Orgánica de Ciencia, Tecnología e
Innovación. Mientras se les permitió a las universidades competir con
proyectos por los fondos que debían aportar las empresas, se incentivó
la actividad de investigación, las universidades pudieron modernizar sus
instalaciones, tuvieron acceso a fondos para realizar actividades que
desde sus propios presupuestos no serían posibles e incluso se logró
atraer a la investigación al sector productivo, con lo que participaron
conjuntamente empresa y universidad como nunca antes.

Pero la dicha duró poco. Ese oxígeno que recibió el sector universitario
(que quede claro que no solo fue de recursos) le fue arrebatado con
nuevas disposiciones donde ahora es una burocracia gubernamental la que
asigna los recursos provenientes del aporte de las empresas.

A futuro, el sector universitario deberá ser uno de los ámbitos a
reformar. Puede que no para volver al esquema de privilegios que se
derivó de su capacidad de movilización y presión social, pero sí para
cumplir con la misión social que tiene y que hoy la polarización y
radicalización del Estado le pretende arrebatar.

Nadie puede prever qué pasará con nuestras universidades si este esquema
de confrontación se mantiene por seis años más. Las universidades que
hoy están en pobreza, mañana estarán en peligro. Formular desde ya un
proyecto para su renovación puede que sea la mejor manera de defenderlas
o relanzarlas, según lo que pase con la política de este país después de
las elecciones.

http://www.analitica.com/va/economia/opinion/2096500.asp

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