Rafael Grooscors Caballero
Jueves, 13 de octubre de 2011
No vamos a transportarnos, de regreso, a la edad media, ni siquiera a
la colonia. Probablemente comenzaremos nuestro relato ubicándolo en los
alborozados días del nacimiento de nuestra Independencia. Cuando el
supremo titular de la Capitanía General de Venezuela, Vicente Emparan,
compelido a pronunciarse sobre la legitimidad de su gestión, ante un
Cabildo extraordinario convocado por indignados de la época, renuncia a
su mandato y deja correr los acontecimientos, convencido de que sus
bases de sustentación, en el imperio, han sido derribadas. Para muchos
comienza allí, en ese instante tan pomposamente celebrado cada año, con
un primer latido, nuestra República y nuestra soberanía política y
territorial.
Luego vino la guerra, larga y sangrienta, la cual llenó de cadáveres los
campos de la nueva unidad geográfica. Y conformó una cultura distinta en
quienes a partir de ese momento pasaron a ser ciudadanos de la República
de Venezuela, furiosamente independientes y quienes no creyeron ni a sus
propios líderes, cuando se les invitó a formar parte, integrada, de una
federación más ampulosa y de mayor contenido político, de mayor
potencialidad económica y de mayor profundidad cultural. La Gran
Colombia, para Venezuela, tuvo su propio 19 de Abril en La Cosiata de
1826 y en el Congreso de Valencia, apadrinado por José Antonio Páez, en
1830, meses antes de la muerte de El Libertador. A partir de esa fecha,
Venezuela sería definitivamente independiente, con conciencia de feudo
impenetrable y tendría, desde entonces, su propio Emperador, su dueño.
Hacemos esta síntesis histórica, más o menos acertada, sin
apasionamiento, para situarnos en la génesis de nuestra conducta
política como pueblo. Porque desde aquellos momentos comenzamos a
configurarnos como una Nación igual a todas, sin sometimiento posible a
patrones ni a modelos preconcebidos. Ni Europa, ni los Estados Unidos,
ni los extraños imperios asiáticos tenían nada que deberíamos y
podríamos envidiarles. Éramos un inmenso feudo, con intrincadas
fronteras y por eso necesitábamos un "Jefe", un caudillo providencial a
quien todos deberíamos admirar y a quien todos deberíamos estar prestos
a obedecer. Así nos nació la leyenda del "gendarme necesario" y pasamos
a ser gobernados por "monarquías" –gobiernos de un solo jefe--
naturalmente absolutistas. Unos tras otros, los vencedores de las
guerras se independizaban en el trono, siempre desde un mismo centro de
poder, por supuesto situado en la Capital de la República: Caracas,
cuyo "ejemplo" teníamos todos que seguir. Los demás, o aprendíamos a
ser "vivos" o nos conformábamos con ser pobres e incultos, sin "pegar
gritos", sordos y mudos, para permitir al Jefe el curso de su supuesta
gobernabilidad.
Tuvimos hasta una "guerra federal" y no nos faltaron los iracundos
propagadores de ideas incendiarias, las que para nada nos hicieron
cambiar el rumbo. Todos nos pusimos de acuerdo, tácitamente, para
conformar un gran Feudo de casi un millón de kilómetros cuadrados y se
lo entregamos a un Emperador, a quien, como en su designación no
concurría la gracia divina ni el derecho dinástico, solíamos cambiar de
nombre, pero manteniéndole su misma jerarquía y sus mismos atributos
indelegables. Hasta que unos extraños investigadores encontraron
petróleo en nuestro subsuelo y el mundo se precipitó hacia dos grandes
guerras, así como al surgimiento de los extremismos ideológicos,
fundamentados en profundas reflexiones filosóficas, lo cual nos obligó a
mirarnos al espejo y vernos por primera vez nuestra propia cara de
pueblo oprimido y atrasado, hundido en el pasado. La agitación le abrió
la puerta a la democracia y comenzamos entonces a elegir al Emperador,
"por voto popular" y a permitirle que gobernara, "democráticamente", el
inmenso feudo heredado. En todo caso, ahora el petróleo nos relevaría de
la obligación tributaria y podríamos llegar a ser súbditos felices si
quien nos gobernaba pasaba a ser más o menos generoso con cada uno de
nosotros.
Por eso tenemos hoy un Presidente Vitalicio, a quien no llamamos
Emperador, aun cuando gobierne, lógicamente, como tal. Y una nación, que
es un Feudo, donde todo lo que hay más allá de Caracas es "monte y
culebra". Y como el "Jefe" está enfermo y ya comenzamos a no quererlo,
empezamos a buscar los nombres y las vías para sustituirlo, de la "mejor
manera", pacífica y electoralmente, para repetir su ejemplo y seguir
gobernando al "pequeño imperio ramplón".
¡Por Dios! ¡Hasta cuándo! ¿Necesitamos que los "indignados" nos digan
que….. debemos cambiar la "monarquía" por una "plurarquía" y el "feudo"
por una verdadera federación autonómica, para que la reunión de las
ideas confrontadas por los diversos procuradores de los demás y para que
la competencia entre las regiones, sabiamente encauzada, nos encaminen
hacia el mundo moderno que todavía no conocemos y nos coloquen en la
fila de los que esperan lo mejor, haciendo todo lo posible y necesario
para lograrlo?
A propósito del proceso que se avecina y que debería concluir el 7 de
Octubre del año que viene, independientemente de que nos "saquemos" de
encima a este pernicioso socialismo decadente, corrupto y destructor,
debemos pensar en que hay otros males que es prioritario vencer. Uno de
ellos, el principal por supuesto, es el rentismo petrolero, el que nos
ha estado obligando a hablar de "misiones", que son limosnas y que más
bien alejan a los pobres del éxito en el combate a la pobreza. Que nos
impide comprender que debemos enseñar a nuestro pueblo a trabajar y que
debemos crear las condiciones, ¡instrumentalizarlas!, para que del
laborismo colectivo salga la riqueza creciente, en lo económico y en lo
cultural, para que cada vez nos procuremos mejores niveles de vida. El
otro es el "presidencialismo" que convierte al electo como primer
mandatario, en un único "monarca", equivalente al Emperador. Deberíamos
aprovechar la coyuntura para dividir las funciones de Jefe de Estado y
de Jefe de Gobierno; para dejar al primero la honrosa y delicada misión
de representarnos ante la comunidad internacional, como gran "embajador
del pueblo" y al segundo, la tarea de la administración de un país,
lleno de gente buena, útil y admirable y pleno, a su vez, de riquezas
materiales insuficientemente desarrolladas. Jefe de Gobierno que no
podría mandar caprichosamente en orden a su propia inspiración, ni en
nombre de una falange ideológica, distinta al común y a la pluralidad de
los adversos movimientos de opinión, justamente representados en el
Parlamento, donde más importante que las individualidades son la
confrontación y concertación de propuestas que deben dar lugar,
permanentemente, a un gran plan de la nación, susceptible de ser
perfeccionado en la medida en la cual se alcancen las grandes metas
definidas con antelación.
A renglón seguido tenemos que reflexionar acerca de la conveniencia o
no, a estas alturas, del modelo "estatista", muy propio de los regímenes
autoritarios del pasado, así como de los surgidos de los extremismos
ideológicos, dramáticamente apropiados de la escena europea en el siglo
XX. El estado benefactor tiende a copar las iniciativas en el proceso de
la producción y a cortar las libertades económicas, para encallejonar a
las sociedades que lo instauran, en una ruta que sus promotores admiten
como segura, pero que las circunstancias y la historia se ha empeñado
en demostrar lo contrario. En función de "la mayor suma de felicidad
colectiva" y de "la justicia social", el modelo "estatista" combate a la
llamada economía de mercado y propugna su sustitución por una
centralizada, transformando al gerente y al trabajador en distintas
categorías esclavistas, anulando en consecuencia valores esenciales de
la condición humana y posponiendo la aparición de los genios que son
quienes dan curso a los grandes avances tecnológicos. La Rusia comunista
y la Alemania nazista, así como el espectáculo de la deprimente Cuba de
los hermanos Castro, son una muestra del fracaso del "estatismo", el
cual, en Venezuela, desde hace bastante tiempo, tratamos de
perfeccionar, infiltrados por una tendencia izquierdizante,
definitivamente enemiga del progreso.
Y, por último, es necesario que pensemos en que no hay territorios
privilegiados; que cada palmo de nuestra geografía tiene los mismos
derechos al desarrollo como todos los demás y que merezcamos un orden
autonómico donde los zulianos y los apureños compitan con conciencia de
su regionalidad, cada cual con sus propios medios, para conformar una
real federación descentralizada, más parecida a la unión europea y a la
unión norteamericana, que a los vastos desiertos padecidos por los
africanos. Si de algo sirve el pasado es para que recordemos siempre su
ocurrencia y no caigamos, ni en el presente ni en el futuro, en los
mismos errores que ya contabilizamos históricamente.
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