Monday, October 31, 2011

Los tiranos también mueren

Los tiranos también mueren
Tulio Hernandéz
Lunes, 31 de octubre de 2011

Otros tiranos también mueren en la cama pero desterrados y alejados del
poder. Como Marcos Pérez Jiménez, el dictador venezolano que terminó sus
días atiborrado de dólares pero olvidado, en una aristocrática
urbanización de Madrid, donde mataba el tiempo hojeando libros de
astronomía. O el del gigantón Idi Amin, asesino de más de 250.000
ugandeses, quien a murió en el exilio, en Arabia Saudita, sin dinero,
sin poder

El sueño mayor de todo tirano es llegar a la muerte sin haber abandonado
por un sólo instante su condición de jefe máximo y único del país al que
tuvo la oportunidad de someter.

Algunos lo logran, como José Stalin y Francisco Franco, que expiraron en
sus camas, luego de 33 años tiranizando a la Unión Soviética, el
primero, y 40 años pateando por el trasero a los derrotados de la Guerra
Civil española, el segundo.

Es una suerte de pocos.

Adolfo Hitler, el genocida mayor, tuvo que recurrir al suicidio luego de
saber que estaba absolutamente solo y derrotado en la descomunal guerra
que había desatado años atrás. Anastasio Somoza Debayle, el último de la
dinastía que sometió a Nicaragua por largos 45 años, terminó volando por
los aires impulsado por una bazuca que debe haber manejado con destreza
algún familiar de una de sus tantas víctimas.

Rafael Leonidas Trujillo (República Dominicana) se fue cuando estaba a
punto de cumplir 32 años en el poder, cosido a balazos por una célula de
opositores dominicanos que interceptaron con atrevimiento
cinematográfico la caravana presidencial.

Y la pareja dinástica de los Ceaucescu, Nicolás y Elena, los más
narcisos y crueles entre todos los dictadores del comunismo europeo,
terminaron fusilados con transmisión en vivo por la televisión rumana,
luego de que fueran encontrados culpables de genocidio y enriquecimiento
ilícito por un tribunal militar.

Otros tiranos también mueren en la cama pero desterrados y alejados del
poder. Como Marcos Pérez Jiménez, el dictador venezolano que terminó sus
días atiborrado de dólares pero olvidado, en una aristocrática
urbanización de Madrid, donde mataba el tiempo hojeando libros de
astronomía. O el del gigantón Idi Amin, asesino de más de 250.000
ugandeses, quien a pesar de hacerse llamar "Gran Papá" y "Presidente
vitalicio" murió en el exilio, en Arabia Saudita, sin dinero, sin poder
y sin la pompa de uniformes y condecoraciones por la que era capaz de matar.

Hay casos intermedios. Como Augusto Pinochet, el general chileno de la
Caravana de la Muerte, que murió en su cama, en su país y con su
familia, pero primero tuvo que digerir el trago suave pero amargo de la
justicia internacional, que le persiguió hasta el final.

O el del serbio Milosevic, quien igual se despidió por muerte natural
pero fuera de su país, en una celda de La Haya, donde se le procesaba
por crímenes contra la humanidad y genocidio.

Pero las más degradantes de todas las muertes de tiranos son las de
quienes han sido asesinados y sus cadáveres profanados por las
multitudes. La más emblemática es la de Benito Mussolini, linchado por
las turbas antifascistas italianas, que primero le fusilaron y luego, en
una anodina estación de gasolina, colgaron su cadáver boca abajo, junto
al de Clara Petacci, su amante, donde fueron objeto de las más
humillantes vejaciones que se puedan imaginar.

Y, ahora, en pleno siglo XXI, cuando se suponía que los avances en la
conciencia colectiva sobre los derechos humanos que protegen incluso a
los más crueles asesinos se habían universalizado, hemos presenciado,
casi en trasmisión universal, el asesinato y las vejaciones de las que
ha sido objeto Muamar Gadafi, un hombre que como Idi Amin en África, fue
el más ostentoso, petulante, millonario, arbitrario y perturbado, entre
todos los dictadores que han venido cayendo como un castillo de naipes
en lo que se conoce como la primavera árabe.

En conclusión, la muerte de los tiranos suscita dos sentimientos
extremos: el de la sumisión masoquista ­como la de aquellos millares y
millares de personas que peregrinaron llorosos frente a los restos de
Stalin, Franco o Pinochet­, y el odio irracional que deshumaniza, como
el de las multitudes que gozaron violando los cadáveres desfigurados de
Mussolini y Gadafi.

Ya viene por ahí la urna de Fidel Castro, el recordman de la tiranía
universal ­17 años más en el poder que Stalin y 10 más que Franco­,
quien convocará en un sólo cadáver los dos sentimientos extremos. Las
pompas serán en vivo y en directo. Habrá duelo oficial en La Habana y en
Caracas, y celebración informal en muchos barrios del planeta.

hernandezmontenegro@cantv.net

http://www.analitica.com/va/internacionales/opinion/6032118.asp

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