Saturday, January 7, 2012

Política de la enfermedad

Política de la enfermedad
Fernando Mires
Sábado, 7 de enero de 2012

Lo cierto es que los cánceres presidenciales despiertan gran interés
mediático y en América Latina, continente en donde tantos presidentes
más que mandatarios son mandamases y mandones –el pasado caudillesco y
patronal continúa presente en el excesivo presidencialismo de las
constituciones latinoamericanas- la figura presidencial se convierte en
objeto de proyección colectiva.

Hay quienes niegan admitir la contingencia como una de las reglas que
norman la vida. Basta que ocurran dos o tres casos similares para que
surjan augurios relativos a supuestas tendencias "históricas". En el
caso de la cadena de presidentes enfermos de América Latina ya se pueden
leer por ejemplo publicaciones que establecen la relación entre
presidencia y stress (comodín que sirve para explicar desde un dolor de
cabeza hasta un cáncer terminal) Del mismo modo, el presidente Chávez se
ha convertido en autor intelectual de la profunda tesis científica
relativa a la "conspiración canceróloga del imperio".

Pero tampoco desde el lado contrario han faltado quienes aducen que el
cáncer presidencial es un castigo divino propinado a quienes desde el
poder pecan. Ya cuando enfermó Fernando Lugo -padre de tantos
paraguayos- no pocos vieron la mano de Dios, iracunda frente al
desenfreno sexual practicado en lecho obispal. El cáncer de Cristina, a
su vez, ha sido integrado a la profusa mitología argentina, la que se
extiende desde los funerales de Evita, la muerte aérea de Gardel, la
guerrilla asmática del Che, la caída y resurrección de Maradona y la
ascensión de Ernesto Kirchner al reino de los cielos.

Lo cierto es que los cánceres presidenciales despiertan gran interés
mediático y en América Latina, continente en donde tantos presidentes
más que mandatarios son mandamases y mandones –el pasado caudillesco y
patronal continúa presente en el excesivo presidencialismo de las
constituciones latinoamericanas- la figura presidencial se convierte en
objeto de proyección colectiva. Porque convengamos: no sólo los
presidentes mueren, morimos todos. Pero cuando un presidente porta la
señal de la muerte, pasa a ser, por así decirlo, su representante
oficial. De ahí que no hay que engañarse: cuando lamentamos la probable
muerte de un presidente lo que lamentamos es nuestra mortalidad. Nadie
llora por ti Argentina (o Venezuela, Cuba Paraguay o Brasil) La gente
llora su propia muerte representada en la persona del presidente quien,
al fin y al cabo, para eso está ahí.

Cuando muere un presidente en una nación políticamente bien constituida,
deja un vacío a veces difícil de llenar pues los presidentes son
elegidos en virtud de cualidades que no todos tenemos. Pero como el
presidente es representante de un partido y de un programa determinado,
nunca será insustituible. No ocurre así en dictaduras y autocracias.
Tanto en una como en otra forma de gobierno, el partido y el programa
son derivaciones metastásicas de la persona que ejerce el poder. En
estos casos la relación del gobernante con el poder no es política; es
biológica, de modo que la corrosión natural del cuerpo suele ir
acompañada de la corrosión moral de la dictadura (lo estamos viendo en
el caso cubano).

Los dictadores no dejan, por lo general, sucesores políticos. Esa es la
razón por la cual dos dictaduras comunistas, la cubana y la coreana del
norte, ante la imposibilidad de generar sucesiones mediante vías
políticas, han recaído en los tiempos más primitivos en los cuales el
poder era obtenido mediante sucesión sanguínea, ya sea por un hijo o por
un hermano. No olvidemos que el siniestro Gadafi también tenía preparado
un hijo para ejercer la jefatura. Y no es casualidad que apenas se
conocieron los síntomas del cáncer de Chávez –a quien desde estas líneas
deseo una muy larga vida- los medios comenzaron a hablar de la sucesión
biológica, a recaer esta vez en la persona de su hermano Adán.

El proceso de evolución política que lleva desde la horda a la
democracia moderna no es lineal y por lo mismo, como suele suceder en el
desarrollo de los individuos -quienes pasamos de la fase mágica a la
mítica, de la mítica a la racional, y de la racional a la espiritual-
está sujeta a regresiones que llevan, en algunos casos, a recaer en
fases pre-históricas cuando multitudes delirantes seguían al macho
totémico a quien eran atribuidos poderes sobre naturales ("poder
carismático" según Max Weber). Dicha recaídas explican por qué ni
dictaduras ni autocracias poseen una política de la enfermedad.

¿Qué significa una política de la enfermedad? En breves palabras
significa acceder a dispositivos destinados a reglar democráticamente
las sucesiones gubernamentales. Esa política pasa, por supuesto, por el
reconocimiento del carácter transitorio de la vida humana y por lo mismo
de la ciudadana; o lo que es parecido: por la aceptación de que la vida
es una enfermedad mortal donde nadie, pero absolutamente nadie, es
insustituible. Pasa, además, por el común acuerdo de que no hay ningún
ser destinado a cumplir alguna misión histórica y sobre todo,
convencernos de que nunca hemos de adorar a un político como si fuera un
dios. Mucho menos cuando se trata de pobres diablos, como han sido y son
los dictadores de la tierra.

Y no por último: una política de la enfermedad pasa por perder, mediante
el uso de la razón, ese miedo a la muerte que a casi todos nos persigue
y que nos ha llevado a delegar nuestro derechos a seres supuestamente
inmortales. Quiero decir: hay que alcanzar ese punto donde llegó
Sócrates cuando, después de haber brindado con su vaso de cicuta,
confesó a Critón (Apología de Platón) que él tenía dos razones para no
temer a la muerte. La primera es que si después de la muerte no hay
nada, nadie puede temer a la nada porque la nada es nada. La segunda es
que si después de la muerte hay otra vida, no tenía más que alegrarse
pues en la otra vida podría tener oportunidad de conversar con Homero.

http://www.analitica.com/va/internacionales/opinion/1393356.asp

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