Carlos Peña
Martes, 10 de enero de 2012
A primera vista, las palabras son meras convenciones que adosamos a las
cosas o a los fenómenos, de manera que -parece- podrían ser cambiadas a
voluntad sin que la realidad se modifique. Después de todo, fuere cual
fuere la palabra que se emplee -dictadura, regimen militar,
pronunciamiento- ello no parece alterar un ápice la concentración del
poder, la falta de garantías ciudadanas, los crímenes y todas las otras
fechorías que se cometieron en Chile por agentes del estado entre 1973 y
1989.
La supresión de la palabra dictadura de las bases curriculares, por
parte del Consejo Nacional de Educación, plantea un problema: ¿tienen
algún valor las palabras o da lo mismo utilizar cualquiera?
A primera vista, las palabras son meras convenciones que adosamos a las
cosas o a los fenómenos, de manera que -parece- podrían ser cambiadas a
voluntad sin que la realidad se modifique. Después de todo, fuere cual
fuere la palabra que se emplee -dictadura, regimen militar,
pronunciamiento- ello no parece alterar un ápice la concentración del
poder, la falta de garantías ciudadanas, los crímenes y todas las otras
fechorías que se cometieron en Chile por agentes del estado entre 1973 y
1989. La realidad seguirá su curso arrastrando sus muertos y sus deudas
indiferente al modo en que se la nombre o se la designe.
Discutir si lo que hubo luego del golpe fue dictadura o alguna otra
cosa, sería entonces tan estúpido como discutir si el individuo Pedro,
acerca de cuya existencia nadie duda, se llama o no Pedro, cuando todos
saben que seguiría siendo el mismo así se llamara Juan o se llamara Diego.
¿Es cierto eso?
No, no es cierto.
Las palabras no son neutras y nunca dejan incólume la realidad a la que
se refieren. Las palabras y el lenguaje que usamos portan valoraciones y
puntos de vista que tiñen a la realidad que nombran haciéndola
apetecible o, en cambio, repudiable. El lenguaje no es, así, un
instrumento aséptico y transparente, una pinza sonora con la que tomamos
la realidad sin contaminarla, una simple herramienta a medio camino
entre el sujeto que la emplea y la realidad acerca de la que habla. Nada
de eso. Las palabras son, a veces, pistolas cargadas o puñales -esas
expresiones son de Sartre y de Wilde- que afirman o niegan lo que a la
gente de veras le importa.
Por eso el cambio que aprobó el Consejo Nacional de Educación -sin darse
cuenta han dicho sus miembros, lo que es casi peor que si lo hubieran
hecho en forma deliberada porque indica que no cumplen ni siquiera el
deber mínimo de leer lo que juzgan- no tiene nada de inocente. Insinúa
un cambio radical de valoraciones acerca de la experiencia política que
hubo entre 1973 y 1989: pasa de la condena y el reproche a la
descripción más o menos neutra.
Y ahí radica el problema.
¿Acaso es razonable promover públicamente la neutralidad o la
indiferencia acerca de lo que ocurrió en Chile entre 1973 y 1989? ¿está
a la altura de los deberes públicos invitar a las nuevas generaciones a
mirar las violaciones a los derechos humanos y la concentración
ilimitada del poder con la distancia y la neutralidad de un ornitólogo?
¿No es acaso obvio que un régimen antidemocrático no es algo apetecible
y que sería natural entonces que las bases curriculares de la educación
se encargaran de decirlo?
Lo más irónico de todo esto es que mientras hay hoy día quienes anhelan
eliminar el empleo de la palabra dictadura, los verdaderos padres de
ella, quienes la proveyeron de su discurso y de su narración ideológica,
nunca se avergonzaron de llamarla por su nombre. Desde luego Jaime
Guzmán -que había leído a Donoso Cortés, autor de una verdadera oda a la
dictadura de los sables- no tenía problemas con emplear el término.
Después de todo, decía, la democracia o la dictadura derivaban su valor,
o su disvalor, de los fines a que servían y no de ninguna característica
intrínseca suya. Y Hayek -a quien ciertos grupos de derecha citaban con
reverencia- había dicho que podía perfectamente haber dictaduras
liberales, mejores en cualquier caso que una democracia totalitaria.
Parece sin embargo que en la derecha prefieren evitar el uso de esa
palabra lo que prueba que, la mayor parte de ella, sabe que la realidad
que esa palabra nombra es indeseable y no digna de ser promovida. Si la
derecha se enorgulleciera del periodo que media entre 1973 y 1989, ¿qué
motivos tendría para molestarse porque se le llamara por su nombre?
No cabe duda.
Este intento -deliberado o no, poco importa a la hora de precisar su
significado- por suprimir del lenguaje histórico la palabra dictadura es
una muestra indesmentible de la mala fe con que algunos de quienes
apoyaron a Pinochet miran hoy su propia memoria.
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