Karl Krispin
Domingo, 9 de octubre de 2011
El próximo gobierno de la Unidad Democrática, así en mayúsculas
celebratorias, debe calibrar el paso hacia una economía competitiva que
desmonte los perversos controles del "ogro filantrópico"
El concepto de mayor importancia para el ser humano es su libertad. Su
imperio pleno es reciente habida cuenta de que en el siglo XIX todavía
coexistían la esclavitud y la servidumbre.
Para el siglo XX la puja por alcanzarla no cesó. En ciertos países como
Chile y Suiza, son de hace tres cuartos de hora el divorcio y el voto
femenino. En 1943 nos dimos nosotros el voto femenino y esta semana el
mundo se sonrojó de vergüenza ajena al anunciar el monarca saudí que las
mujeres comenzarían a votar.
La lucha por la libertad no se detiene y hoy el mundo aspira a una
política de inclusión global que logre que las declaraciones de justicia
y libertad sean una realidad en el planeta. Un problema que viene ligado
a esta discusión es cómo articular la libertad y dejar de tenerle miedo.
El miedo a la libertad existe de un modo más atropellador de lo que
imaginamos. John Locke creía en la libertad y en la propiedad privada
como elementos que se complementaban.
La propiedad es la conquista civilizatoria mediante la cual la libertad
se lleva a cabo. Pero debe ser ejercida con la menor interferencia del
Estado. Sin libertad económica toda la literatura constitucional no pasa
de ser papelillo de Carnaval.
En el mundo hispano, el tema del bien común, del desprecio a la
acumulación de riqueza y todas esas mojigangas inventadas por curillas
semiletrados han calado de modo tal que le han otorgado al altanero
Estado la posibilidad de condicionar nuestra vida empresarial con sus
retrecherías habituales.
No olvidemos que en Venezuela las garantías económicas las suspende
Betancourt al día siguiente de la promulgación de la Constitución del 61
y no sería sino hasta el malentendido y extraordinario segundo gobierno
del presidente Carlos Andrés Pérez cuando se restituyan plenamente. Fue
alegría de tísico al momento de las invasiones bárbaras que trajeron
este ineficiente, corrupto pero ya moribundo desgobierno.
El miedo a la libertad se expresa en el temor a emprender: en preferir
el quince y último de una nómina estatal o estar sujeto a las
derrochadoras misiones de la actualidad. El día que seamos un país de
empresarios, de capitalistas éticos y vigorosos aquí no habrá exclusión
alguna porque nos convertiremos en el motor de nosotros mismos, creando
riqueza y contribuyendo impositivamente a los fines de seguridad,
educación, salud e infraestructura del Estado.
Para ello hay que creer en el capitalismo y sus inobjetables bondades
que, más allá de los propios vaivenes de su dinamismo, se conjugan en
las sociedades prósperas. Que lo diga Chile, que pasó de ser una mísera
franja de socialistas a una nación moderna que hoy exhibe el fruto de
ese empeño colectivo. Se habla de 47% de bancarizados según las cifras
de la Superintendencia de Bancos.
En Chile ronda 70%. Los informales llegan a 45% según el BCV. Frente a
este número debería privar el optimismo porque significa que casi la
mitad de la población laboral no depende del Estado y no le tiene miedo
a la libertad. Pero queda mucho por hacer.
El próximo gobierno de la Unidad Democrática, así en mayúsculas
celebratorias, debe calibrar el paso hacia una economía competitiva que
desmonte los perversos controles del "ogro filantrópico". Porque no
podemos pasar de este socialismo majunche de los bárbaros a un
socialismo light.
Si el país se quiere subir al tren bala del futuro, convirtámonos en
creativos afirmando el modelo empresarial privado. Que dejen los
precandidatos de temblar ante el capitalismo. Que aprendan a ser libres.
Y que el Gobierno regule pero para asegurar una economía próspera. Basta
ya de socialismos, colectivismos comunales y desperdicios mortecinos que
hemos juntado para caminar a contravía del progreso.
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