Elías Pino Iturrieta/El Universal
Sábado, 8 de octubre de 2011
Apostado como crupier de esquina, el presidente Chávez juega ahora con
la bolita de su salud, con una pelotica de la enfermedad y la muerte
Entre las numerosas posibilidades que encontró de convertirse en el
centro de los acontecimientos, el presidente Chávez dio con el ardid de
cambiar la realidad por su fantasía, y con la suerte de que muchos
estuviesen conformes y aun felices con el trastocamiento. Debido a las
maravillas de su imaginación, logró el portento de sentir que las cosas
cambiaban a pesar de que los hechos concretos permanecían iguales o
peores a como estaban antes de su ascenso al poder, y de que muchos
creyeran que se había operado una mutación en la realidad concreta según
sus deseos de apasionado narrador de fábulas. Pese a que las supuestas
realizaciones carecían de asidero en el entorno, como partían de un
manadero inagotable de fantasías remachadas sin compasión pudo al
principio superar el riesgo de que no se encontraran sino en una cabeza
afiebrada y desenfrenada, y de que nadie se percatara del abrumador
contraste entre lo que pregonaba y lo que topaba la gente en el ambiente
hostil de todos los días.
No sé cuantas explicaciones razonables puedan manejarse para el
entendimiento de una seducción en la cual se han enredado miles de
personas, pero quizá no
vaya descaminado quien le encuentre fundamento en la idea que ha
divulgado de que en su persona se encarna la salvación de un pueblo
injustamente preterido. Lleva más de una década presentándose como el
salvador de la sociedad, especialmente de los hijos de esa sociedad más
injustamente olvidados por los gobiernos anteriores, una reiteración que
no deja de ser atrayente cuando de veras han sobrado los regímenes que
se han olvidado en el pasado de los sectores más humildes; y cuando
jamás ha faltado entre nosotros la idea relacionada con un salvador
capaz de llenar la vacante dejada por Bolívar en su papel de redentor
desaparecido en hora inoportuna. Un pueblo que se ha echado en el regazo
de sujetos como Juan Vicente Gómez y Carlos Andrés Pérez en espera de la
felicidad, no vacila en cobijarse en el discurso de quien, como nadie
jamás hasta la fecha, se anuncia en los discursos y en los anuncios de
la tele y en los carteles de las avenidas como el Mesías ofrecido por la
tradición de la "tierra de gracia".
La conexión se facilita por el hecho de insistir en la preferencia hacia
un tipo de pueblo a cuyas criaturas dedica sus desvelos salvacionistas:
"su" pueblo abandonado desde los tiempos de la Independencia, un
fragmento especial de pueblo en quien se depositan todas las virtudes y
del cual provienen todos los derechos, un sector indefinido a propósito
en el cual se encuentra lo único bueno de la condición humana, una masa
a quien dedica una interpretación idílica partiendo de la cual puede
ofrecerse en holocausto para cumplir la más enaltecedora de las misiones
desde las alturas de poder. Este tipo de coqueteo recurrente, esta
suerte de camelo infinito le ha producido una multitud de destinatarios,
no sólo porque les otorga una calidad angelical que nadie les ha
concedido con tanto énfasis, sino también porque los diferencia con
creces del resto de la sociedad hasta ubicarlos en la cima de la
colectividad y en la meta de una ansiada regeneración.
Pero el tiempo ha conspirado contra el mensaje, hasta el punto de
someterlo a una pertinaz analogía con el medio hacia el cual se dirige.
Después de una docena de años apenas queda una pose sin imán, de cuya
impotencia sólo brota una retórica incapaz de provocar los sentimientos
y las conmociones del pasado. La conjura de la realidad contra la
borrachera de las palabras es inclemente, el destape de hechos concretos
se convierte en aprieto inevitable del evangelista, hasta el punto de
provocar un necesario cambio de estrategia a través del cual pueda él
mantenerse como la atracción de la feria. Aquí necesariamente se usa el
vocablo feria en su sentido más común, esto es, como lugar poblado de
contorsionistas, maromeros, malabaristas, forzudos, sanadores, enanos,
mujeres barbudas y adivinadores de toda laya quienes pugnan por atraer a
una multitud desprevenida y dispuesta a divertirse a costa de los
centavitos que salen de la alcancía familiar para diluirse en un rato de
ilusiones.
Apostado como crupier de esquina, el presidente Chávez juega ahora con
la bolita de su salud, con una pelotica de la enfermedad y la muerte que
desaparece de sus manos para que los cautivos espectadores encuentren
siempre la alternativa de una fortaleza y de una longevidad resumidas en
una promesa que no depende de sus habilidades, ni de su voluntad, sino
de la atmósfera de las ferias en las cuales no deja de esperarse una
quimera que jamás llega, pero en cuya búsqueda se afanan los feriantes
cuando destapan la cascarita frágil y escurridiza de la fortuna después
de la manipulación del embaucador.
Los lastres del dolor y de la posibilidad de la muerte se vuelven así
carga liviana, no en balde la atracción de la feria jura que no son una
lápida personal sino una desventura colectiva; pero también en el
capítulo más reciente de una autobiografía digna de la verbena para la
cual se ha concebido desde el principio. ¿Acaso no prolonga la expresa
confusión entre la fantasía y la realidad, y la supuesta dependencia de
los sentimientos y las necesidades del pueblo, aludidas al principio?
Ahora ha llegado a los confines del entretenimiento pueblerino, quizá
con más auditorio del que se pudiera esperar después de una década larga
de carpas y templetes.
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