Descentralización y hambre cero
Luis Pedro España
Lunes, 13 de agosto de 2012
Según un estudio de la Ucab, 42% de las personas en pobreza extrema vive
en centros poblados de menos de 10.000 habitantes. Por el contrario,
solo 6% habita en la Gran Caracas. La pobreza extrema, como fenómeno que
todavía alcanza a un inaceptable número de familias venezolanas, se
concentra en las zonas rurales. No podía ser de otro modo.
En el campo (en los desolados y olvidados campos deberíamos decir) lo
normal es la falta de oportunidades para el estudio o para el trabajo,
únicas llaves para salir de la pobreza, así como también es común la
precariedad de los servicios públicos, los problemas con las viviendas,
la falta de acceso a la información, a los servicios financieros, se
tienen dificultades para acceder a las tecnologías de la comunicación, y
persisten un sinfín de problemas que no solo abarcan las restricciones
materiales, sino que incluyen relaciones de poder abusivas, el
tradicionalismo cultural que resta creatividad y las inequidades de
género, entre muchos otros.
La pobreza en el campo es mucho más severa que en la ciudad. Aunque la
mirada bucólica del campo pareciera indicar lo contrario, a diferencia
de la agresividad y la rudeza que muestran las barriadas populares
urbanas, detrás del apacible paisaje de la naturaleza se esconde la
indefensión de niños, mujeres, hombres y ancianos que están desprovistos
de seguridades materiales para procurarse los bienes y servicios con los
cuales satisfacer las necesidades básicas.
Pudiéramos hacer una larga descripción de las condiciones de la pobreza
rural en Venezuela, pero preferiríamos utilizar el espacio para
discernir sobre la forma de enfrentarla. Partimos del principio de que
la pobreza rural, a diferencia de la urbana, tiene lugar en condiciones
muy específicas.
Los obstáculos para su superación se concentran en elementos
particulares. Piénsese en un poblado llanero y cómo la economía del
conuco, cuando no hay actividad agroindustrial o ganadera eficiente y
productiva, pasa a ser una práctica de subsistencia que reproduce el
círculo de la pobreza.
Familias sin oportunidades producen descendencia sin atributos desde los
cuales cambiar el medio en el que les tocó nacer. De forma similar un
pueblo pesquero puede estar sometido a relaciones de poder nada
equitativas para sacar su producción al mercado o limitado en sus
niveles de productividad por el poco acceso a la tecnología, bienes de
capital y formación de su fuerza de trabajo.
Los dos ejemplos anteriores, como muchos otros que podrían relatarse,
dan cuenta de situaciones reproductivas de un mal social que solo con
una intervención precisa (en forma de inversión, formación y asimilación
local de nuevas tecnologías) puede comenzar a solucionarse.
En las zonas rurales, a diferencia de las ciudades donde existe mucho
más acceso y oportunidades (aunque estas siempre pueden y deben
aumentarse para combatir la pobreza urbana), se carece de espacios
productivos para generar riqueza. En las ciudades, la pobreza requiere
de intervenciones sociales, de acciones para incrementar el capital
humano de la población en pobreza, de forma tal de que puedan acceder a
las oportunidades que, en mayor escala, suelen brindar los centros con
mayor concentración poblacional.
En el campo, el combate a la pobreza se convierte en un problema de
desarrollo local, no solo consiste en generar servicios sociales
(educación, salud y seguridad) que puedan ser acumulados por sus
habitantes. Ellos también requieren de las oportunidades económicas para
ganarse la vida y generar riqueza.
Si la superación de la pobreza en el campo necesita de políticas de
desarrollo local, entonces los servicios que puedan prestar la escuela,
el ambulatorio y una que otra ayuda focalizada serán necesarios pero
insuficientes.
Hace falta dinamizar la actividad económica, propiciar inversiones y
desarrollar los servicios públicos que familias y empresas necesitan,
los primeros para elevar su calidad de vida y los segundos para ser
productivos.
En definitiva, se trata de confeccionar planes de desarrollo local que
solo se pueden concebir y llevar adelante si se realizan de forma
descentralizada, acercando el poder político y las inversiones
económicas a la especificidad de nuestros pueblos, y no, como
erróneamente se ha pretendido hacer en Venezuela, desde una
planificación central que tiene por límite la falta de conocimiento y
seguimiento de las especificidades de cada localidad.
Los detractores de la descentralización podrían argumentar que luego de
diez o quince años de lo que fue la experiencia de desconcentración del
poder en Venezuela, las desigualdades territoriales persisten y son
pocos los ejemplos de desarrollo local que pueden mostrarse.
Aun cuando puedan ser muchos los atenuantes que explican por qué los
éxitos de la descentralización no fueron determinantes, resulta evidente
afirmar que la descentralización, si bien no es una condición suficiente
para superar la pobreza rural, sin duda es necesaria e indispensable.
Además de una administración descentralizada, hace falta un clima global
de desarrollo y expansión económica, cierta armonización de las
políticas y acciones más decididas para reducir las desigualdades entre
la regiones con incentivos y sobrecompensaciones, para las localidades
más deprimidas, provenientes del nivel central. Sin descentralización,
aun cuando se tengan los factores globales favorables, resultará
imposible reducir la pobreza rural, ya que no se cuenta con el
instrumental administrativo ni el conocimiento y seguimiento con el cual
derribar los obstáculos locales.
Nuestra experiencia de descentralización, aquella que comenzó en 1989
con la elección directa de gobernadores y alcaldes, y que poco menos de
diez años después comenzó a ser desmontada con la orientación
centralista que mantiene el gobierno actual, más que tiempo, lo que no
tuvo fue un clima global favorable.
En esa década el país vivió una de las épocas de inestabilidad política
más importantes de nuestra historia reciente, así como la continuidad de
la crisis económica más profunda que hayamos tenido. En consecuencia, es
probable que la Venezuela de hoy con poderes locales mermados hubiera
profundizado su crisis política y económica de ayer si no hubiera
contado con autoridades locales dispuestas a enfrentar los problemas
particulares que se desprenden de crisis generales en contextos específicos.
Vivimos momentos de replanteamientos. La probabilidad de un cambio
político es cada vez más una posibilidad no remota. Es tiempo de
replantearnos la descentralización desde la perspectiva del desarrollo
local, aliada y no reñida al desarrollo global, y contextualizada en la
meta necesaria de erradicar la pobreza extrema. Al menos 40% de esa meta
va a depender de un acertado proceso de descentralización del país que
aguarda por su diseño.
http://www.analitica.com/va/economia/opinion/6724751.asp
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