Ibsen Martínez
Miércoles, 31 de agosto de 2011
1) El siglo petrolero venezolano -que para algunos va de 1911 a la
fecha; es decir, la mitad de doscientos años de vida "republicana"
independiente- registra dos grandes conflictos huelgarios en su
industria, separados por más de sesenta y cinco años de diferencia.
l primero, a mediados de los años treinta, poco después de la muerte del
dictador Juan Vicente Gómez, exhibió desde el comienzo todo el pathos de
los grandes conflictos reivindicativos del siglo XX en cualquier lugar
del mundo: una masa obrera, incipientemente organizada, liderada por una
vanguardia esclarecida y radical, se enfrentó a poderes fácticos tan
formidables como podían serlo las compañías petroleras que operaban
desde hacía más de tres lustros en nuestro país, el poder central
encarnado en el general López Contreras y el omnímodo y brutal modo de
gobernar de nuestros "presidentes de estado" gomecistas, como entonces
se llamaba a los gobernadores regionales, usualmente bárbaros capaces de
la mayor vesania represiva.
Por último, el brazo armado de esos poderes fácticos: el ejército
nacional, quizá la primera poderosa institución modernamente organizada
por aquel entonces en todo el país.
En definitiva, a todas luces una pelea de burro contra tigre.
2) He hablado de pathos y, en obsequio del contingente de tuiteros
vinculados a la industria petrolera que iracundamente me vituperan en la
red desde el mismo día del estreno de Petroleros Suicidas, me veo en el
trance de ilustrarlos diciendo que pathos es una voz griega que, según
la Poética de Aristóteles, designa uno de los recursos que un autor
puede desplegar para normar -o afectar o modificar- el juicio de un
jurado. En el caso que entretiene este artículo, el juicio de un
espectador de nuestra historia moderna. Usualmente, el pathos se apoya
en la evocación del sufrimiento moral que aflige a los protagonistas.
La gran huelga petrolera de 1937 reunió todo el pathos que puede exhibir
una gran gesta social latinoamericana: obreros víctimas de todas las
calamidades -pobrísimas condiciones sanitarias, salarios inicuos, un
constante cerco, clima de discriminación social y hasta racial, un cerco
policiaco, un sistema judicial plegado al poder central, etcétera-;
dirigentes gremiales que actuaban con osadía y riesgo de su libertad y
de su vida; y por último, la creciente simpatía de un país desde hacía
treinta años humillado por la satrapía gomecista.
Se registró, incluso, una conmovedora "cruzada de los niños": los
hijitos de los huelguistas fueron recibidos por familias de otros
estados, como Trujillo, y fueron objeto de la solidaria hospitalidad de
los humildes, hermanos en el paludismo, el hambre y la indefensión social.
Ese país miraba, por vez primera en lo que iba de siglo, cómo se
desplegaba una denodada lucha reivindicativa en tiempos industriales. Y
asistió al espléndido -y, ciertamente, raro- espectáculo de una huelga
victoriosa.
¿Cuál fue el saldo del duro conflicto que hoy puede leerse
brillantemente historiado en los estupendos libros de Brian McBeth o de
Miguel Tinker Salas?
Ni más ni menos que el surgimiento de una gran fuerza sindical -en
rigor, de una vanguardia: el sindicalismo petrolero- que vino de la mano
con la fundación de los grandes partidos modernos de inspiración
leninista -entre ellos lo que con el tiempo sería "Acción Democrática"-
y, last but not least, el advenimiento de un verdadero derecho laboral
en el país.
Vista en retrospectiva, es innegable que aquella huelga prefiguraba
parte importante de lo que sería la tortuosa relación de los venezolanos
del siglo XX con el petróleo, por entonces todavía un intruso en la
fallida Arcadia agrícola que éramos desde mediados del siglo XIX.
El saldo, sin duda, fue positivo. Valió la pena aquella huelga; fuimos
mejores a partir de aquellas jornadas.
¿Puede decirse lo mismo del llamado "paro petrolero" convocado a fines
del aciago año 2002 por la llamada "Coordinadora Democrática", con
"Gente de Petróleo" a la cabeza? Mi respuesta es un rotundo "¡no!".
3) Antes de seguir adelante, permítanme citar un trozo de una carta que
el dirigente petrolero en el exilio, Horacio Medina, me dirigió
públicamente, a propósito del estreno de mi pieza teatral Petroleros
Suicidas.
De esa carta me apresuro a rescatar el tono amistoso y dialogante que mi
abrasiva pugnacidad quizá no merezca.
Dice Medina, hablando sobre una obra que, en razón de su exilio, no ha
visto: "Solo quiero dejar claro que lo que se refleje en la obra es una
visión de un sector de la sociedad que no necesariamente puede entender
la otra visión y razón, menos aún cuando no fue consultada".
Me detengo en ese "no necesariamente puede entender la otra visión" y,
en ese, "no fue consultada".
Mueve a risa que un dramaturgo que escriba, digamos, una pieza sobre un
bombero asesino serial deba consultar primero con el cuerpo de bomberos.
El relato de un bombero asesino no descalificaría jamás al noble gremio
de los apagafuegos.
Contrario a lo que parecen creer los indignados tuiteros petroleros, la
obra no está situada en el 2003, sino ¡en 1997!
Con lo que dejo para la próxima entrega mi balance -duro, me temo, pero
que tengo todo el derecho de hacer y difundir- sobre el malhadado paro
de 2002-2003. To be continued
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