Monday, March 18, 2013

La ilustración, el poder y el chavismo

La ilustración, el poder y el chavismo
Lunes, Marzo 18, 2013 | Por Manuel Cuesta Morúa

LA HABANA, Cuba, marzo, www.cubanet.org -Ser ilustrado no es exactamente
lo mismo que ser culto. La ilustración puede incluso negar lo culto en
lo que éste tiene de mera estética del saber. Cuba está llena de hombres
y mujeres cultos que se niegan a las tres premisas esenciales de la
ilustración: nada es sagrado, todo es criticable y la razón es la
herramienta.

En eso estamos con Venezuela. Ser ilustrado es esto: desacralizar,
criticar y razonar. Ser culto puede ser esto otro: contemplar, adorar y
amar la cultura por la cultura misma. Recordemos que una relación
perfecta entre cultura y anti ilustración la tuvimos en la Alemania
nazi. Porque a fin de cuentas, la ilustración es el único concepto del
saber que está al alcance de las mayorías. Lo culto es y ha sido siempre
cuestión de unos cuantos.

Pero lo peor sobreviene cuando la ausencia de ilustración se combina con
la negación de la propia cultura. Un pueblo religioso, como parece ser
el venezolano, se suponía que solo adorase a dios o a los santos de
cualquiera de las religiones que practica desde el fondo de su historia
y tradición. Colocar a un hombre en el lugar del dios padre, un hombre
que a diferencia de Cristo no quería morir, es una triste revelación de
que en Venezuela se repite, en el siglo XXI, el fenómeno de Evita Perón
en el siglo XX: la sustitución de la política por la idolatría.

Un fenómeno que nada tiene que ver con la construcción de un modelo
emancipado de bienestar, menos a la izquierda —los pobres que heredó
Chávez siguen ahí—, o con la soberanía de las naciones —la intromisión
del gobierno de Cuba en Venezuela destroza burdamente su soberanía—,
ni tampoco con las nuevas religiones políticas asociadas al
republicanismo cívico —la burla de una Constitución bíblica, hecha a la
medida de alguien que jugaba a Dios, no ha podido ser más grosera.

La de Venezuela es una democracia asustada. En un tipo de democracia
así, la ley se interpreta siempre a favor del poder, las instituciones
dependen de la interpretación de la ley y los ciudadanos se vinculan al
poder sin necesidad de que medien ni la ley ni las instituciones.

Frente a estas circunstancias, los demócratas llegan con susto a la
noche y se despiertan con susto en la mañana. Puede que al levantarse se
encuentren con que todo está normal. La ficción democrática se mantiene
en pie y circula la diversidad política con la fluidez necesaria como
para que los bandos crucen sus opiniones en un ambiente de tensión
controlada. Pero puede que al ir a la cama, ignoren que se fragua el
embalsamiento de alguien que llegó al poder por el voto político de la
mayoría, no por el voto seglar de unos electores feligreses.

La discusión regresa a los términos que caracterizan a las bajas
teocracias políticas de las que no se tienen noticias ni siquiera en el
Medio Oriente. Y reflejan muy bien los límites de las democracias
electorales, independientemente del grado de ilustración política en las
distintas naciones.

Venezuela resulta ser una de esas naciones de baja ilustración política.
Está en el mismísimo punto en el que estaba Cuba en 1959, momento en el
que a la mayoría de los cubanos se les ocurrió relegar a los dioses
verdaderos para priorizar a un dios-hombre más cercano, que hablaba
todos los días.

Cuando en la década del 70, del siglo XX, se mencionaba a Venezuela en
los mentideros políticos y académicos, como un referente democrático, en
condiciones de ayudar incluso a la transición española, había en ello
algo de exageración mediática y de interés de las elites en contrastar
un oasis de democracia débil en medio de unas dictaduras que se
fraguaban a derecha e izquierda.

Obviando que Venezuela llega a la democracia en la década del 50, del
siglo pasado, después de una dictadura fuerte como la del dictador Pérez
Jiménez, la tendencia de los comentaristas es la de colocar el énfasis,
siempre que se pueda, y cuando no también, en la rotación del poder
entre los partidos —la llamada circulación de las élites— y en la
elección entre una pluralidad de candidatos, para determinar si una
sociedad es o no democrática.

Si la democracia es el poder de las mayorías, la conclusión primaria es
que democracia se confunde y se concreta en las elecciones. La cuestión
parece reducirse al proceso periódico de refrescar a la mayoría y de
certificar su legitimidad con ciertos cambios de rostros y de tendencias
políticas en el poder. Con ese criterio, Cuba es casi una democracia,
limitada por el hecho de que no hay circulación entre élites sino dentro
de una misma élite.

¿Se reduce la democracia a su tipo electoral? No. Y no debería serlo.
La llegada del grupo Hamas al poder, en Palestina, y de Hugo Chávez, en
Venezuela, tendría que haber sido suficiente para darle un vuelco a toda
la teoría y al pensamiento políticos a favor de considerar democracias
solo a las democracias fuertes, dejando al resto como países en
transición hacia la democracia.

Donde no hay ciudadanía ilustrada, la que no confunde el lugar de los
dioses con el de los hombres, no abandona la crítica del poder ni la
razón como guía; donde no hay separación y autonomía en el ejercicio del
poder ni Estado de derecho legal, y donde la dotación mental
antidemocrática no se encuentra con una serie de compuertas que desvían
y debilitan sus letales consecuencias para los ambientes de tolerancia
que exige la convivencia entre diferentes, no podemos hablar de
democracia fuerte, ni de democracia a secas.

Las democracias fuertes demandan otras cosas más, entre ellas la
deliberación ciudadana, pero parece suficiente notar su presencia allí
donde los demagogos tienen serias dificultades para alcanzar el poder.

Los sobresaltos antidemocráticos en América Latina responden a esas
debilidades, que no son fáciles de resolver, pero que no deberían ser
ocultadas tras la sublimación del voto electoral. Desde Hitler, se sabe
que también se pueden elegir fascistas.

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