Saturday, April 28, 2012

Los monstruos de la razón

Los monstruos de la razón
Sergio Ramírez
Sábado, 28 de abril de 2012

Se tiene poder y es necesario exhibirlo; las joyas de la corona deben
estar siempre a la vista, igual que la arbitrariedad omnímoda que
atemoriza, porque el miedo, que crea la inmovilidad de acción y
pensamiento, es uno de los soportes del poder.

El poder ha sido una constante entre los temas fundamentales de la
literatura latinoamericana gracia a sus invariables distorsiones a lo
largo de la historia. Desde la conquista de la independencia en el siglo
diecinueve, el poder se convierte en una anormalidad, y se establece una
distancia insalvable entre lo que las nuevas constituciones de
inspiración republicana mandan, y lo que la realidad establece como
suyo; el ideal, por una parte, que crea la ilusión del gobernante
respetuoso del bien común y de las leyes, sujeto a un sistema donde el
contrapeso de poderes del estado, independientes y armónicos, actúa como
un freno de la tiranía; y, por el otro, el mundo real donde reina el
caudillo sujeto nada más al arbitrio de su voluntad, con lo que todo se
convierte en una mentira, que es el alimento de la novela.

En el texto de nuestras constituciones fundadoras tocamos con las manos
la utopía nunca resuelta. Gobiernos para el bien común, instituciones
firmes y respetadas, sujeción de los gobernantes a las leyes, respeto a
los derechos individuales, libertad de expresión, igualdad ante la
justicia. Podemos leer esas constituciones como novelas, fruto de la
imaginación. Nuestras mejores novelas. Intentamos la modernidad, pero no
pudimos apropiarnos de los modelos que se nos proponían. Eran ropajes
importados que quisimos cortar a nuestra medida, los mismos que
vistieron Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Jefferson, Franklin, Paine; y
bajo esos ropajes, asomaba la cola del caudillo que fue al principio un
personaje amante de las luces de la ilustración y luego volvió letra
muerta la filosofía libertaria, como el doctor Gaspar Rodríguez de
Francia, dictador perpetuo del Paraguay.

La distancia contradictoria entre el ideal imaginado y la realidad
vivida, entre el mundo de papel de las leyes y el mundo rural donde se
engendra la figura del caudillo, entre lo que debe ser y lo que
realmente es, entre modernidad derrotada y pasado vivo, es lo que crea
el asombro que primero se llama real maravilloso en tiempos de Alejo
Carpentier y Miguel Ángel Asturias, en la primera mitad del siglo
veinte, y luego realismo mágico en tiempos de Gabriel García Márquez, en
la segunda mitad. "¿Pero qué es la historia de América toda sino una
crónica de lo real maravilloso?", dice el mismo Carpentier, que junto
con Asturias aprendió a ver el mundo latinoamericano desde Francia en
plena fiebre del surrealismo, en toda la ostentación de sus desajustes,
distorsiones, exageraciones y excentricidades.

El reinado de lo arcaico sobrevive en sus esplendores caducos y la
historia entrega de cuerpo entero a los dictadores a la novela, desde el
doctor Francia, recreado por Augusto Roa Bastos en Yo, el Supremo, a
Manuel Estrada Cabrera de Guatemala, recreado por Miguel Ángel Asturias
en El señor Presidente, a las figuras eclécticas, compuestas por una
suma de dictadores caribeños recreados por Alejo Carpentier en El
recurso del método, y por García Márquez en El otoño del Patriarca,
hasta la del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo en La fiesta del
chivo de Mario Vargas Llosa. De este friso surge la ya clásica novela
del dictador que cubre todo el siglo veinte latinoamericano, un
descubrimiento literario que no podemos dejar de atribuir a Valle
Inclán, el primero que convierte a un tirano latinoamericano en
personaje excéntrico, en Tirano Banderas.

Pero, por otro lado, la anormalidad del poder no sólo engendra al
dictador que llega a convertirse en un fantasma acosado por la
eternidad, como en El otoño del patriarca, sino que también altera y
distorsiona la vida de los ciudadanos comunes, y crea dramas familiares
e individuales, miedo, corrupción, sumisión, cárcel, exilio, muerte. Es
cuando el poder, como una fuerza ciega se introduce en el ámbito privado
y lo saca de quicio para someterlo también a la anormalidad; es así como
la historia pública es capaz de descoyuntar las vidas, quiéranlo o no
los protagonistas, y alterar sus destinos. En este sentido, el poder es
también materia de la novela, y no sólo el poder político hoy en día,
también el poder de la desigualdad económica que provoca las
emigraciones forzadas, y el poder del narcotráfico.

"No es el hombre renacentista quien realiza el
descubrimiento y la conquista, sino el hombre medieval.", dice
Carpentier. No era la modernidad la que trajeron consigo los
conquistadores, sino el pasado represado que se resolvía en oscuridad de
sacristías, supersticiones, brutalidad patriarcal. El renacimiento no se
trasplantó a América, sino la contrarreforma. Un mundo nuevo que iba a
moldearse a semejanza de otro que se volvía ya caduco, pero lleno de los
engendros de la imaginación que fulguraban en esa oscuridad. Los
exagerados y arbitrarios engendros de los libros de caballería que
Cervantes no tardaría en someter al juicio de la risa, volviéndolos
risibles.

Primero la novela de las constituciones perfectas, y luego la novela de
los tiranos obsedidos por el placer de ser obedecidos hasta por las
piedras. Mandar no puede ser en nuestra historia un acto temporal,
limitado; ni siquiera hasta la muerte, porque de por medio está la idea
de la inmortalidad que obnubila al más cuerdo. Mejor emperadores ungidos
por la mano divina que presidentes electos limpiamente por los
ciudadanos. Mejor tratar con esclavos que lidiar con hombres libres. Una
sola voluntad que lo rija todo, mejor que la voluntad de todos que
termina por no regir nada. El fantasma de la anarquía que sólo puede ser
disuelto por la mano firme desde el trono imperial, tentación que no fue
ajena aún a Bolívar.

Se tiene poder y es necesario exhibirlo; las joyas de la corona deben
estar siempre a la vista, igual que la arbitrariedad omnímoda que
atemoriza, porque el miedo, que crea la inmovilidad de acción y
pensamiento, es uno de los soportes del poder. Y esa contradicción
constante de la historia, la peor de sus dialécticas, que hace de los
revolucionarios tiranos.



Santo Domingo, abril 2012.

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