Por Emilio Cárdenas | Para LA NACION
La propia Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en su
artículo 13, asegura -con toda claridad- que toda persona tiene derecho
a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un
Estado. A lo que agrega que todas las personas también tienen el derecho
de salir de cualquier país y de regresar al propio. Lo mismo disponen,
como es natural, la Convención Americana sobre Derechos Humanos (el
conocido Pacto de San José de Costa Rica) de 1969, en su artículo 22; la
Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de 1948, en
su artículo VIII; y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos de 1976, en su artículo 12.
Ocurre que el llamado "derecho de tránsito" es un presupuesto esencial,
casi obvio, de la libertad. Ignorarlo supone nada menos que tener que
vivir prisionero en su propio país. Por esto en los países en los que
efectivamente hay libertad casi se presume que ese derecho no puede
nunca ser pisoteado ni restringido impunemente.
En esto, en Cuba las cosas son, una vez más, distintas. La política
migratoria, como todo, es allí autoritaria. En rigor, la isla es una
suerte de enorme prisión para la gran mayoría de los cubanos, que
lamentablemente no pueden entrar y salir libremente de ella. Este es, no
obstante, uno de esos temas de enorme entidad de los que algunos, sin
embrago, "no hablan", pese a que tiene el deber de hacerlo, adoptando
una actitud de silencio que los transforma en cómplices.
Para poder viajar al exterior, los cubanos comunes necesitan obtener
previamente la llamada "tarjeta blanca", o sea una verdadera "visa de
salida" del propio país, que puede ser otorgada, o no. El proceso
burocrático para obtenerla es lento y, peor, de final absolutamente
discrecional. Además, es increíblemente caro. Se calcula que cuesta a
quien lo inicia unos 500 dólares, sin ninguna garantía de éxito. En
Cuba, donde los ingresos de la mayoría son del orden de los 20 dólares
mensuales, esto supone tener que asignar al esfuerzo de intentar viajar
fuera de Cuba nada menos que los ingresos totales de más de dos años.
Para la enorme mayoría de los cubanos, esto supone una apuesta imposible
de enfrentar.
Para hacer las cosas más graves, si un cubano de pronto permanece en el
exterior más de lo autorizado se transforma automáticamente en
"desertor" y se le prohíbe el regreso, además de confiscarle todos los
bienes que dejara en la isla. Se transforma así en "emigrado permanente".
Por esto había ciertamente gran expectativa ante la ola de rumores que
en los últimos días sugerían que Raúl Castro estaba pronto a anunciar
frente al Plenario de la Asamblea Nacional de Cuba la inmediata
liberación de todas esas inhumanas restricciones.
Pero no fue así. De allí, la frustración, que es particularmente
dolorosa en vísperas de la Navidad. Castro señaló solamente que habrá
una flexibilización progresiva y paulatina, sin plazos, de las actuales
restricciones, atento a que la cuestión es, según él, "complicada".
Quizás teme una estampida. O una reacción caótica, inmanejable. Ocurre
que levantar las actuales restricciones sería como abrir las puertas de
una inmensa cárcel y hay un ansia natural de libertad de tránsito,
diferida desde hace ya medio siglo.
Pese a la traición a las expectativas en materia de libertad de
tránsito, Castro aprovechó la oportunidad para recordarnos a todos que,
dentro de la gran prisión que es la isla, hay muchos que sufren un
encierro más duro. Incluyendo muchos que están tras los barrotes por el
imperdonable "delito" de pensar distinto. Lo hizo al ordenar la
liberación anticipada de unos 2.900 presos cubanos.
Lo importante es que así confirmó una triste realidad cubana: la de las
cárceles llenas. Justificando su decisión dijo que el régimen tuvo en
cuenta distintas razones. Primero, la edad y enfermedades de los
detenidos. Esto es razones humanitarias, las que siempre deben ser
respetadas. No es un mérito cumplir con ellas, es una obligación.
Segundo, los pedidos de libertad formulados por distintas organizaciones
religiosas. Tercero, concretamente la próxima visita del Papa Benedicto
XV a Cuba, para celebrar el 400° aniversario de la Virgen de la Caridad
del Cobre, la patrona de Cuba. La acertada decisión papal ha tenido
entonces un primer resultado provechoso. Aún antes de que el Pontífice
romano pise el suelo de Cuba, lo que cabe reconocer.
(*) Ex Embajador de la República de Cuba ante las Naciones Unidas
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