Vendaval religioso en el campo chavista
Ibsen Martínez
Jueves, 29 de septiembre de 2011
El eslogan que el presidente Chávez repitió por años en sus múltiples
discursos: "Patria, socialismo o muerte", fue cambiado por un piadoso
"Viviremos y venceremos". Asegura que vencerá el cáncer que le
diagnosticaron en junio
I. El santo patrono de los venezolanos es un médico católico de
convicciones creacionistas que fundó la cátedra de bacteriología de la
Universidad Central en 1899 y a quien el Vaticano se niega
obstinadamente a canonizar: el doctor José Gregorio Hernández. Se afirma
que el piadoso doctor sólo ha llegado al muy modesto grado de
"venerable" porque el expediente de postulación lo elaboraron
desmañadamente, haciendo alarde de incuria, unos sacerdotes venezolanos
en extremo chambones y desaprensivos.
Sin embargo, su pueblo tiene al doctor por muy milagroso y por eso José
Gregorio —como a secas le llamamos aquí— ha logrado colarse en altares
que los antropólogos llaman sincréticos, donde desde hace años se codea
con deidades del panteón yorubas como Changó u Obatalá, con el Simón
Bolívar afrodescendiente, con María Lionza —una divinidad que vaga por
la selva en las noches cabalgando en pelo sobre un tapir—, con el "ánima
de Taguapire" —alma en pena—, con el llamado "Negro Felipe", con el
mismísimo Carlos Gardel, con la virgen de Coromoto —advocación
venezolana de la madre de Dios, patrona oficial del país— y,
últimamente, con los santos sicarios de la llamada "corte malandra" que
preside "San Ismaelito" —un violento atracador caraqueño abatido por la
policía, junto a su novia, hace pocos años—.
A esos altares se acercan hoy centenares de miles de venezolanos a
impetrar la recuperación completa del presidente Hugo Chávez, quien
lucha tan resuelta como aspaventosamente contra el cáncer que le fue
diagnosticado en junio pasado.
El vendaval de religiosidad que el anuncio ha desatado en el complejo
campo chavista es digno de atención, pues dice mucho de los cambios
profundos que ha experimentado el alma de nuestro país en el último
medio siglo.
En efecto, las manifestaciones de solidaridad y simpatía con el
mandatario enfermo dejan ver el ancho espectro de cultos que han venido
restando en Venezuela el predicamento casi absoluto que otrora tuvo la
Iglesia Católica.
Desde las hoy ya muy nutridas denominaciones pentecostalistas que animan
la vida religiosa en las favelas marginadas de nuestras ciudades, en
nuestros campos y en nuestras prisiones, hasta las muchas variedades de
cultos afroamericanos que desde hace décadas nos llegan de Cuba y el
Caribe, pasando por la Iglesia Ortodoxa griega y la Iglesia Católica de
rito oriental, sin olvidar los ritos chamánicos de las etnias indígenas,
casi todas las creencias que han brotado en el país convocan a diario
vigilias ante el "balcón del pueblo", a bilongos donde se sacrifican
aves de cabritos y aves de corral, a oficios religiosos teledifundidos;
todos ellos explícitamente consagrados a pedir larga vida para Chávez.
Ahora bien, ¿en cuál, de entre tantos dioses, cree Chávez? En todos y en
ninguno, me apresuro a decir.
Ha sido este uno de los rasgos singularizadores de Chávez como caudillo
militar populista latinoamericano: su ambigüedad, para muchos
astutamente calculada, ante el hecho religioso, pero muy especialmente
manifiesto cuando de católicos se trata.
Ambigüedad que, sin duda, ha infundido fuerza a su soberbio manejo del
vínculo emocional que le une a millones de venezolanos desposeídos que,
pese a todos los pesares, todavía le brindan un apoyo que las
encuestadoras más serias colocan en el tramo del cincuenta por ciento
del electorado.
No en balde la efigie de Chávez hace tiempo, casi veinte años, que fue
elevada a los altares sincréticos.
II En el curso de estos catorce años hemos visto a Chávez santiguarse
ante las cámaras inmediatamente antes de citar, por ejemplo, un
descreído aforismo de Nietszche o reclamar la mediación de los obispos
católicos durante el golpe que lo derrocó por veinticuatro horas en
abril de 2002.
Chávez llegó a decir que gracias a esa mediación salvó la vida, sin que
ello le haya impedido luego, una vez restituido en el cargo, escarnecer
a esos mismos obispos diciendo que son el diablo "pitiyanquis",
pedófilos y proimperialistas en sotana.
Sin embargo, por debajo de esa ambigüedad que, durante mucho tiempo,
mantuvo a la Conferencia Episcopal venezolana divida entre obispos
partidarios de no antagonizar francamente al mandatario desde el púlpito
y quienes han preferido denunciarlo a cielo abierto como comunista,
puede decirse que Chávez ha sido muy consistente en su anticlericalismo.
En esto, se dirá, no se diferencia de los muchos caudillos que el
continente ha parido. Mas lo distintivo del caso presente es que, en un
pasado no muy lejano, las descomedidas expresiones de Chávez y los suyos
contra la curia no habrían dejado de tener consecuencias electorales. El
hecho inocultable de que el púlpito ya no pueda inclinar en un sentido u
otro la balanza electoral venezolana es congruente con el declinar de
una especial cepa del catolicismo que el editor Teodoro Petkoff describe
como "caribe, realengo y viva-la-pepa".
Y con el auge de las denominaciones pentecostales —añadiría yo— a las
que muchos adscriben a Chávez, señalando al afamado "televangelismo" del
mandatario como prueba reina de que, en el fondo, nunca fue católico.
Ciertamente, Chávez ha sabido hacer "machaconamente" la distinción entre
la curia y los creyentes, como si de un cristiano reformado se tratase.
Así, con frecuencia ha invitado a su programa a estrafalarios curas
"disidentes" de provincias —curas que, por cierto, nunca han escaseado
en nuestros pagos— al tiempo que, vagamente y sin demasiado énfasis, se
declara "cristiano".
Tan disminuido anda el ascendiente de los obispos en Venezuela, y tan
bien aprendida por los suyos la lección de Chávez, que el canciller
Nicolás Maduro, en el curso de la Asamblea General de la ONU, asistió
devotamente a una misa en el Bronx neoyorquino, oficiada por un
sacerdote simpatizante de Chávez. Aún se recuerda cómo Maduro y el
ministro de Interior, Tarek El Assami, anunciaron en 2008 la ruptura
diplomática con Israel desde la mayor mezquita caraqueña, tocados con
sendos kufiyas.
III La opinión opositora venezolana no ha ido más allá de repudiar lo
que entiende por mal gusto de Chávez al convertir su calvario de las
biopsias y sesiones de quimioterapia en metáforas palpitantes de las
batallas que nuestros pueblos han de librar contra el imperialismo y las
fuerzas de la reacción oligarca.
Quienes se molestan en elaborar un poco más sus análisis recurren
invariablemente al modelo sicodinámico de Kübler-Ross que describe las
fases emocionales que atraviesa el enfermo diagnosticado con una
enfermedad terminal. Según este modelo, el turbión de religiosidad que
atraviesa Chávez y que ha infundido en su electorado, correspondería a
la primera fase: la de negación eufórica, que pasará más temprano que tarde.
Otros ironizan con el hecho de que el hombre que ha torcido innúmeras
veces la Constitución para hacerse reelegir indefinidamente, acaso no
alcance a vivir para gozar de esa prerrogativa personal que le otorgaron
sus obsecuentes "parlamentarios".
Tengo para mí, sin embargo, que desde su posición Chávez hace bien en
trocar el infausto eslogan "patria, socialismo o muerte" por el más
piadoso de "viviremos y venceremos": los efectos no han tardado en
reflejarse en las encuestas. Al cabo, estamos a sólo un año justo de las
presidenciales.
La oposición no elige todavía candidato —las primarias están convocadas
para febrero de 2012— y ya Chávez anda en plan Cid Campeador, avivando
las emociones de quienes ven en él a su único formidable valedor
dispuesto a gobernar para ellos aun después de morir.
Ibsen Martínez, especial para El Espectador, Caracas | Elespectador
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