Elsa Cardozo
Lunes, 26 de septiembre de 2011
Entre los ejemplos más trajinados e inspiradores para analizar las 
perspectivas de transición en Venezuela han estado los de España, con la 
mirada puesta en el Pacto de La Moncloa; Nicaragua, donde la caída del 
régimen de la revolución sandinista se produjo por la vía de una derrota 
electoral en condiciones institucionales muy adversas; Chile, vista la 
unidad opositora en torno a la Concertación
Los países que se han liberado de yugos autoritarios han tenido que 
construir, recorrer y ajustar a cada paso un trayecto lleno de riesgos. 
Aunque la palabra no haga justicia a esas complejidades se suele llamar 
transición a ese recorrido, como si solo se tratara de descubrir el 
camino y no de trazarlo en el andar.
No debe sorprendernos la diversidad de rutas de las experiencias de 
apertura política acumuladas desde el último tercio del siglo XX: desde 
el ocaso del salazarismo y el franquismo, pasando por el final de viejas 
y nuevas fórmulas militaristas en Latinoamérica, las grietas en la 
periferia soviética y el derrumbe de la URSS, hasta el lento declive del 
castrismo y los afanes de libertad presentes en la primavera árabe.
En ese conjunto, Venezuela se perfila como un caso con los méritos para 
ser considerado en capítulo aparte en la bibliografía sobre transiciones 
a la democracia.
Nuestro punto de partida es una involución, encubierta en la 
proliferación procesos electorales y referendos con los que un gobierno 
crecientemente centralizado y personalista ha argumentado una y otra vez 
su esencia democrática y participativa. Así se degradaron la 
participación, representación y control, mientras se acentuaba el 
distanciamiento y descalificación de cualquier escrutinio interior o 
exterior de la gestión de los poderes públicos nacionales. Una buena 
ilustración de la degradación de los mínimos de democracia fue el 
inconstitucional intento de reforma de la propia Ley Fundamental que, 
pese a su fracaso en las urnas se ha llevado adelante por todas las 
vías, con todos los medios de control económico, político y social en 
manos del inescrutable Gobierno.
Entre los ejemplos más trajinados e inspiradores para analizar las 
perspectivas de transición en Venezuela han estado los de España, con la 
mirada puesta en el Pacto de La Moncloa; Nicaragua, donde la caída del 
régimen de la revolución sandinista se produjo por la vía de una derrota 
electoral en condiciones institucionales muy adversas; Chile, vista la 
unidad opositora en torno a la Concertación y la fractura final del 
apoyo militar al general Pinochet, y desde luego Perú, en el engranaje 
final entre la crisis política interior y el apoyo hemisférico.
En esas transiciones se encuentra un ingrediente común, siempre crucial: 
la presión transformadora que nació y se organizó desde cada sociedad. 
Así fue en los casos menos lejanos Nicaragua, Chile y Perú que en su 
camino fortalecieron y aprovecharon condiciones internacionales 
favorables a su transición: las cotas que ganó la marea democrática 
regional, el desarrollo de los compromisos subregionales y hemisféricos 
con la democracia, el refinamiento de los mecanismos de observación 
electoral y la convicción generalizada de los gobiernos sobre el enorme 
potencial de la cooperación entre democracias. Esas condiciones y 
disposiciones se debilitaron desde los primeros años de este siglo, 
regresiones en las que hubo actuación muy directa del Gobierno de 
Venezuela y graves omisiones y adecuaciones de gobiernos y 
organizaciones regionales.
Para el capítulo que ha de escribirse sobre nuestra transición, fechas 
como el 2 de diciembre de 2007 y el 26 de septiembre de 2010 son hitos 
significativos en un trayecto que habremos de seguir construyendo en 
condiciones nacionales e internacionales peculiarmente adversas.
 
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