La funesta manía de pensar
CARLOS ALBERTO MONTANER | Miami | 11 Oct 2013 - 11:03 pm.
¿Qué significa que ninguna universidad latinoamericana e iberoamericana
esté entre las 150 mejores del planeta, y que muy escasas figuren entre
las 500 mejores del mundo?
Si mañana un cataclismo, o un virus racista, destruyera todas las
universidades de América Latina y España, la cultura planetaria apenas
sufriría un imperceptible arañazo, especialmente en el terreno de la
ciencia y la técnica, pero también en el de las humanidades y los
estudias sociales.
El asunto es muy triste. Las universidades latinoamericanas e
iberoamericanas no están entre las 150 mejores del planeta. Aunque son
varios millares, son muy escasas las que figuran entre las 500 mejores
del mundo. Las menos malas son algunas brasileras, chilenas,
colombianas, argentinas, mexicanas y españolas. Las caribeñas y
centroamericanas apenas comparecen en la lista, con la excepción de la
costarricense en alguna facultad privilegiada.
¿Cómo lo sabemos? Porque anualmente se compilan varios índices de
calidad universitaria en distintas latitudes y todos concuerdan en las
conclusiones. Los más conocidos son los que confecciona el diario The
Times de Londres, la Universidad Jiao Tong de Shanghái, la revista U.S.
News and World Report de Estados Unidos y el Consejo Superior de
Investigaciones Científicas de Madrid.
Para medir la excelencia de las instituciones tienen en cuenta las
publicaciones en revistas acreditadas, la presencia en internet, las
veces que los artículos, libros o autores son citados, el número de
profesores con Premios Nobel o Medallas Fields (Matemáticas), el
desempeño de los graduados y las opiniones de expertos. No se trata de
ensalzar a algunos países y denigrar a otros. Intentan establecer cierta
jerarquía. Solo eso.
Es una pena, porque la primera universidad que se fundó en el Nuevo
Mundo fue la de Santo Domingo en 1538, prácticamente un siglo antes de
Harvard. Poco después se crearon las de México y Lima en 1551. La de La
Habana tiene casi 300 años y antecede en 20 a la de Princeton. Esa
tradición ha servido de muy poco. Tal vez, incluso, ha sido una rémora.
Cuando comenzaron nuestras universidades en Hispanoamérica, todas
legitimadas por la Corona española y operadas por frailes, el método de
enseñanza y la filosofía que lo animaba se basaban en la Escolástica.
Todas las verdades ya habían sido descubiertas por las autoridades
religiosas. La labor del docente y del alumno (literalmente, "el
nutrido") era llegar a ese conocimiento mediante ejercicios memorísticos
o juegos retóricos.
La universidad era para repetir, no para innovar. Recuérdese que uno de
los delitos perseguidos por la Inquisición era la innovación. Todavía a
menudo se cita la increíble frase del rector de la Universidad de
Cervera, en Cataluña, al rey Fernando VII: "Lejos de nosotros, Majestad,
la funesta manía de pensar".
Naturalmente, se trata de un problema cultural. En nuestro mundillo
iberoamericano no abunda, como en otras latitudes, la voluntad de
cambiar, de innovar, de progresar, de encontrar nuevas y mejores formas
de hacer las cosas. Vivimos en una cultura reiterativa, no transformativa.
Para nosotros una persona culta no es la que es capaz de modificar
nuestro presente, sino la que retiene una asombrosa cantidad de
información sobre el pasado. Vivimos dándole vueltas a lo que ocurrió
hace mucho tiempo, lo que, por cierto, no nos ha salvado de cometer los
mismos o parecidos errores una y otra vez, desmintiendo la inútil
advertencia de Jorge Santayana ("Aquellos que no recuerdan el pasado
están condenados a repetirlo"). Los latinoamericanos lo recordamos y lo
repetimos.
No quiero decir, por supuesto, que las universidades latinoamericanas
son inservibles. Eso sería una estupidez. Muchas de ellas son excelentes
graduando personas competentes. De algunas egresan magníficos médicos,
abogados, dentistas, periodistas, economistas, ingenieros, expertos en
cuestiones empresariales, y así hasta el medio centenar de profesionales
valiosos, absolutamente indispensables para el buen funcionamiento de
las sociedades.
Ese no es el problema. La nefasta consecuencia del fenómeno de las
culturas reiterativas es que viven parasitariamente a remolque de
centros creativos radicados fuera de su perímetro. En gran medida, la
extensión de nuestra vida y cómo la vamos a vivir, se dicta en esos
sitios intelectualmente densos y generadores de ideas. De una forma
perversa, sin darnos cuenta, continuamos calificando de "funesta manía"
la actividad de pensar con nuestra propia cabeza. Y así nos va.
http://www.diariodecuba.com/internacional/1381525438_5469.html
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