Friday, September 2, 2011

Cepillos de dientes con mangos de oro

Cepillos de dientes con mangos de oro
Sergio Ramírez
Viernes, 2 de septiembre de 2011

Ahora que las mansiones de los Gadafi en Trípoli fueron ocupadas por los
rebeldes, podemos enterarnos de cómo vivían, de cuáles eran sus gustos y
sus manías para gastar el dinero que recibían a raudales de las arcas
sin fondo de su padre

Cuando Anastasio Somoza Debayle huyó a Miami en julio de 1979, el
bunker al pie de la loma de Tiscapa en Managua, que fue su último
refugio, donde vivía y se mantenía al tanto de las operaciones
militares, quedó indefenso y abandonado y los primeros guerrilleros que
entraron en aquel recinto considerado hasta entonces una fortaleza
inexpugnable, se encontraron con sus estancias desiertas. Hay una foto
que revela mejor que nada su conquista final: uno de los guerrilleros,
con la dicha pintada en su cara, disfruta metido en la bañera del dictador.

Comparado con el complejo militar de Bab El Aziziya, desde
donde reinaba el coronel Gadafi, el bunker de Somoza parece más bien
modesto, apenas unas cuantas oficinas, una sala de sesiones, y un
dormitorio. Gadafi tenía un sentido más monumental y más faraónico del
poder, y era mucho más histriónico, empezando por su infinita colección
de disfraces y uniformes militares, unas veces vestido con suntuosidad
oriental, como los califas de las Mil y una noches, y otras de mariscal
de campo como cualquiera de los viejos sátrapas latinoamericanos, las
vistosas charreteras y la casaca cargada de medallas. Toda clase de
quepis, gorros dorados, turbantes de seda. Y sus palacios. Los que
ocupaba él, y los que ocupaban sus hijos, pródigo en dispensarles lujos
y caprichos.

Al momento del derrumbe de su régimen de largos cuarenta y
dos años, la prole numerosa del coronel Gadafi era de ocho hijos, entre
propios y adoptados, unos útiles a su aparato de poder, otros inútiles y
ociosos, pero todos ellos dueños de una abundante parcela de riqueza,
mansiones, yates, jets privados, flotillas de automóviles, villas en el
extranjero, cuentas cifradas, legiones de criados, y protegidos por
igual en sus gustos y caprichos.

Ahora que las mansiones de todos ellos en Trípoli fueron
ocupadas por los rebeldes, podemos enterarnos de cómo vivían, de cuáles
eran sus gustos y sus manías para gastar el dinero que recibían a
raudales de las arcas sin fondo de su padre. Gastar el dinero que no
cuesta ganarse, parece ser el más irreprimible de los vicios. Caprichos,
fijaciones, obsesiones, fastuosidad. La riqueza es el reino de la
exageración. Todo lo que la imaginación y el deseo dicten. Poseerlo todo
a la vez, no privarse de nada, encontrar gusto en tener lo que no se
necesita. Todo lo que está colocado entre la avaricia y la sensualidad
del ocio bien vivido, la riqueza como instrumento de poder y de dominio,
la exacerbación sin fin de los sentidos.

Junto con los rebeldes armados entró el pueblo llano y
silvestre en las mansiones amuralladas de la familia, una de ellas la de
Al Saadi el Gadafi, el hijo al que papá le compró el sueño de ser
futbolista de la liga italiana, lo que logró haciéndose de un paquete de
acciones del equipo Udinese. El muchacho jugó por todo un total de
media hora, para luego calentar de manera permanente la banca. Pero eso
no es todo. Llegaba a los entrenamientos en un helicóptero, o al volante
de un Lamborghini, y siempre a mano su jet privado para escaparse a
Paris, aficionado como era a los shows del cabaret Crazy Horse.

En uno de los infinitos cuartos de baño revestidos de
mármol de la mansión abandonada de Al Saadi, cuyas almenas miran al mar
Mediterráneo, un muchacho de la calle, que ha entrado en el tropel, se
apropia de un cepillo de dientes con mango de oro. No se sabe bien si el
cepillo pertenecía al dueño de la mansión, o a Dina, su perra doberman,
que disfrutaba de su propia suite, y de su propio cuarto de baño, y
solía comer filet mignon, su plato preferido. Un criado se encargaba de
lavarle los colmillos tras cada banquete.

Otro se lleva como trofeo media docena de jeans Diesel, la
marca preferida del futbolista fracasado. En un estacionamiento
subterráneo hay media docena de vehículos, un Laborghini, un Hummer, un
BMW, un Audi, un Mercedes, un Ferrari. Y, por supuesto, en los predios
de la mansión, una cancha de futbol profesional, con grama artificial y
torres de iluminación. Según las historias que corren, Al Saadi pagó una
vez a Maradona un millón de dólares para que lo entrenara. De muy poco
le sirvió.

También ha entrado el pueblo a la mansión de Aisha el
Gadafi, abogada de profesión, y a quien se recuerda por haber sido parte
del bufete de abogados que se encargó de la defensa de Sadam Hussein.
Presidía también en Libia una organización de caridad, para ayudar a los
beduinos pobres y a los menesterosos de las calles. Madre amorosa, sólo
el pabellón de juegos de sus niños era un verdadero parque de
atracciones, y en una sala adyacente había una biblioteca infantil con
cerca de dos mil volúmenes. Si a su hermano Al Saadi le gustaban los
jeans Diesel, las preferencias de Aisha iban por las chaquetas de cuero
Dolce & Gabbana, de las que tenía una amplia colección en sus closets.

Todos los Gadafi, padre e hijos, se esfumaron como por arte
de encantamiento, y solamente quedaron atrás sus mansiones vacías,
intactas, cada cosa en su lugar, el aire acondicionado andando, las
pilas de videos junto a los televisores gigantes, los gimnasios con sus
aparatos a punto, las camas recién hechas, los refrigeradores colmados
de alimentos y agua Perrier, los cepillos de mango de oro en los cuartos
de baño de mármol.

En la mansión de Aisha, la abogada de los pobres y de los perseguidos,
hay que bajar en ascensor hasta el piso que ocupa la piscina de aguas
turquesa donde suena en los parlantes ocultos la voz de Beyoncé, la
artista pop preferida de los Gadafi, que canta Déjà Vu. Lo ya visto. ¿No
es cierto que todo esto ya lo hemos presenciado antes, dictadores que
caen, y juntos con ellos la gloria y la riqueza de sus hijos que se
creyeron dioses dispendiosos?

En el agua turquesa de la piscina una pelota de goma se balancea sin
saber qué rumbo tomar. Todo parece idílico. Lástima. Llenos de furia y
resentimiento, los intrusos que andan por todas las estancias, armados
de piquetas, barras y palos, no tardarán en destruirlo todo, sin olvidar
llevarse consigo lo que puedan, las copas de cristal de bohemia de
Aisha, manteles, espejos, alfombras, cuadros, sillones, camas,
televisores de plasma. Y los cepillos de dientes con mangos de oro.

Roma, septiembre 2011.

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