Sunday, May 26, 2013

La cola nuestra de cada día

La cola nuestra de cada día
En una especie de mundo paralelo al estilo Matrix, alguien vive
programando "colas"
JORGE SAYEGH | EL UNIVERSAL
domingo 26 de mayo de 2013 12:00 AM

Este país se despierta de mal humor. Todas las madrugadas millones de
venezolanos -en la Gran Caracas y otras ciudades del país densamente
pobladas- nos levantamos a oscuras para enfrentarnos a la peor de las
torturas cotidianas: la cola del tráfico. Atrapados en ella
experimentamos los más profundos odios que humano alguno se haya
atrevido a atisbar debajo de la alfombra de su naturaleza.

Insultamos al prójimo a control remoto, reñimos a cualquier miembro
amado de nuestra familia copilota, amenazamos con balaceras imaginarias,
invocamos la extinción masiva de nuestros vecinos, efervescemos en
instinto asesino contra la ancianita con andadera que decidió cruzar la
calle "justo ahora que se me va a adelantar el cretino del Corsa rojo",
le encimamos el mataburros a los ciclistas comeflores y apretamos el
esfínter cada vez que un motorizado con lentes oscuros hace su aparición
maligna por el retrovisor.

Pero la cola venezolana no es un fenómeno exclusivo del tránsito, no. La
cola es nuestro Síndrome de Estocolmo cotidiano, nuestro marido
maltratador. La odiamos, pero no sabemos vivir sin ella. Tenemos todo
tipo de colas en -atención a esto- todo-tipo-de-situaciones. Digamos que
en cualquier lugar del mundo la cola de las gestiones burocráticas suele
ser aceptada como normal (aunque en Venezuela llegamos a espectáculos
delirantes), pero... ¿Colas para pagar? ¿Para depositar dinero? ¿Para
abrir una cuenta bancaria? Es decir, yo voy a entregar mi dinero,
producto del esfuerzo laboral que realizo 8 horas al día en el aire
acondicionado de una oficina o jalando escardilla bajo el sol (bueno,
también puede ser que me lo haya ganado jalando mecate en algún
camburcito gubernamental, pero igual ya es mi dinero) y ¿tengo que
perder horas de mi preciosa vida en una maldita cola para entregarlo?

Y más colas...

Para entrar a clases, para hacer la comunión, para besar a la novia,
para bailar en una discoteca, para comer cachapa en el mercado, para ver
una película, para montarte en el avión, para ir a la playa, ¡para
volver de la playa!, para pagar la luz por Internet... Sí, leyó bien
querido lector, si usted quiere pagar la luz por Internet a las tres de
la madrugada ¡no podrá! Cual si fuera una oficina física en la avenida
Baralt, en la pantalla de su computador se encontrará un cartelito que
reza: "Este servicio está disponible de 8:00 a.m. a 10:00 p.m.". Es
decir, usted estará haciendo una cola virtual desde las 3 de la
madrugada hasta las 8 de la mañana. El sistema venezolano lo logró.

Con el tiempo he comenzado a sospechar de que en Venezuela hay una
sociedad secreta de templarios dedicados a crear situaciones de cola.
Como en una especie de mundo paralelo al estilo Matrix, alguien vive
programando colas con algún oscuro objetivo.

Elucubro esta idea porque no puedo encontrar otra razón. La cola
venezolana es una solución contradictoria que no arregla nada, porque
sabemos que todo va a seguir igual. Detestamos la cola y ante su
ausencia nos alegramos... pero con profundo recelo, porque nos sentimos
inseguros si no nos topamos con ella: "Qué raro, no hay cola", decimos.
"Algo malo debe estar pasando", pensamos con aprensivo silencio.

¿Como un paraíso?

Hemos terminado por necesitarla, nos da confianza. Como una droga legal,
como un paraíso artificial. Por ejemplo, si vamos a sacar plata de un
cajero electrónico y llegamos donde hay dos a disposición,
indefectiblemente habrá una cola en uno de ellos y al otro cajero nadie
querrá acercársele, como si el aparato ese contagiara alguna enfermedad
o como si fuera Mario Silva en persona. Haga un experimento, querido
lector, pregunte en voz alta si el otro cajero no funciona, entonces los
nativos desconcertados voltearán todos a verlo, con la mirada perdida,
la boca semiabierta y algún hálito prófugo con un toque de baba a punto
de caer. Como si les hubiera preguntado las propiedades del bosón de Higgs.

Si somos sinceros tendremos que reconocer que no padecemos las colas,
las provocamos, como si una manifestación del inconsciente colectivo se
tratara. Las más de las veces son el resultado de la fobia irreflexiva
que le tenemos a la planificación y, por solución contraproducente, las
inventamos como un espejismo de orden. Como no somos capaces de
organizarnos para no perder el tiempo: ¡hacemos cola! Increíble,
paradójico, cretinísimo, pero cierto.

Ciertamente, quien tiene algún tipo de poder la utiliza como instrumento
para someter a su entorno. Desde el médico que no atiende por cita, sino
por orden de llegada, hasta los administradores que están empeñados en
decretar como día de caja los viernes a las tres de la tarde. Pero
también hay un placer malsano en quienes hacemos la cola y encontramos
en ella un trascendental desafío ridículo.

Estudiamos meticulosamente cuál cajero del supermercado avanza más
rápido. Ha reparado, querido lector, en la estupidez que acabo de
escribir: ¿cuál cajero del supermercado avanza más rápido? Aprendemos la
dinámica de los torrentes caóticos del tránsito de las autopistas para
avanzar, cual salmones en celo, aprovechando las corrientes naturales
del tráfico vehicular. Así, tratamos de escapar de las voraces fauces de
los osos hambrientos, transfigurados en algún accidente que retrasa el
flujo vehicular, porque todos reducen la marcha para observar con
curiosidad científica el Lada 1992 con el capó abierto, como si
estuviéramos contemplando al último rinoceronte negro. O en algún
operativo inútil de policía apostada en el mero centro de la vía, que te
obliga a pasar despacio para mirarte a los ojos con cara de rayos equis,
cual si fuera un Clark Kent con uniforme militarizado.

Con odio infinito...

Debo confesar que el arte de colearme no es una de mis virtudes, por el
contrario, el vicio de refunfuñar con odio infinito cada vez que alguien
se me colea es una manía que manejo a la perfección. Soy un regañón en
privado, un ogro implosivo, un perfecto idiota. Por eso he desarrollado
mentalmente un sistema penal al que deberían someterse todos los
coleones por decreto universal. Al que lo atrapen coleándose la primera
vez se le castigará con un fin de semana en Los Roques con todos los
gastos pagos en un cayo solitario, pero tendrá de pareja a Iris Varela.
El reincidente, en cambio, habrá de ser amarrado con cadenas a la
parrilla de un mototaxi y deberá ser arrastrado por las calles de
Caracas desde Caricuao hasta El Marqués. Pero para que no digan que uno
es un desalmado, el coleón primerizo tiene derecho de pedir que le
permuten la pena del reincidente.

Pero si nos sinceramos, tenemos que aceptar que no es el joropo, ni la
arepa lo que mejor nos representa. La esencia de Venezuela es la cola.
Nuestra respuesta endógena a una inquietud filosófica universal: "A
dónde vamos, de dónde venimos". Puestos allí, en fila india, toda
ansiedad existencialista que nos atribula se responde a ella misma como
una suerte de meditación activa a juro que nos impone la obligación de
no hacer nada, excepto hacer cola.

Así, con la experiencia, luego de repetir estos viajes al mismo lugar,
cuando descubrimos que estamos atrapados en alguna de las colas eternas
de la cual ya no podemos escapar, aprendemos la mayor de las lecciones
espirituales que nos ofrece la vida y cultivamos, como monje tibetano,
los valores de la paciencia y la aceptación. Entonces, morimos.

JorgeSayegh@gmail.com

JorgeSayegh.BlogSpot.com

http://www.eluniversal.com/opinion/130526/la-cola-nuestra-de-cada-dia

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