El secreto de los Estados totalitarios
CARLOS ALBERTO MONTANER | Miami | 3 Mayo 2014 - 10:27 am.
La víctima termina por colaborador con su verdugo. Ese exactamente es el
objetivo.
¿Cuál es la pieza clave en la construcción de la jaula totalitaria?
Sencillo: la eliminación real de la separación de poderes, aunque se
mantenga la fantasía formal de que continúan existiendo.
Lo explico. Max Weber describió el fenómeno y acuño la frase "monopolio
de la violencia". Lo hizo en La política como vocación. Era la facultad
que tenían los Estados para castigar. Solo a ellos les correspondía la
responsabilidad de multar, encarcelar, maltratar y hasta matar a quienes
violaban las reglas.
Podían, eso sí, delegar esa facultad, pero sin renunciar a ella.
Permitir mafias y bandas paramilitares que actúan al margen de la ley
descalificaba totalmente al Estado. Era una disfuncionalidad que lo
convertía en una entidad totalmente fallida, en la medida en que
abdicaba de una de sus responsabilidades esenciales.
No obstante, el Estado, si se acomodaba al diseño republicano, incluso
si se trataba de una monarquía constitucional, no podía recurrir a los
castigos sin que lo decidiera una corte independiente. Este tribunal, a
su vez, debía interpretar una ley previa, y sancionar de acuerdo con un
código penal igualmente aprobado por un parlamento independiente.
El Barón de Montesquieu, lector de John Locke, lo había propuesto en
1748 en El Espíritu de las Leyes: el Estado debía fragmentar la
autoridad en tres poderes independientes y de rango similar para evitar
la tiranía. Las monarquías absolutistas reunían en el soberano esas tres
facultades y eso, precisamente, las hacía repugnantemente autoritarias.
Si quien castigaba se abrogaba las facultades de hacer las reglas y de
aplicarlas, la sociedad, carente de protección, se convertía en rehén de
sus caprichos. Los gobernantes podían hacer de ella y con ella lo que
les daba la gana.
Ese elemento —la separación de poderes— era la médula de las repúblicas
creadas los siglos XVIII y XIX tras las revoluciones norteamericana,
francesa y, por supuesto, latinoamericanas. De alguna manera, era la
garantía de la libertad.
Este preámbulo viene a cuento del bochornoso espectáculo de la Venezuela
de Nicolás Maduro, donde los paramilitares en sus motos, amparados por
la complicidad del Gobierno, asesinan impunemente a los manifestantes
que ejercen su derecho constitucional a manifestarse pacíficamente.
Viene a cuento de un parlamento convertido en un coso taurino en el que
se lidia a la oposición, se le clavan banderillas, se golpea a los
diputados que protestan, o los expulsan arbitrariamente, como hicieron
con María Corina Machado, y se dictan medidas ajustadas a las
necesidades represivas de la oligarquía socialista que gobierna.
Si Maduro necesita eliminar las manifestaciones de los estudiantes o
encerrar a los alcaldes que protestan, o a los líderes a los que teme,
como a Leopoldo López, solicita las normas, hechas a la medida por
tribunales o por parlamentarios obsecuentes, y da la orden a los cuerpos
represivos para que actúen.
Viene a cuento de unos tribunales que sentencian con arreglo a la
voluntad del Poder Ejecutivo, porque la ley ha dejado de ser una norma
neutral para convertirse en un instrumento al servicio de la camarilla
gobernante, empeñada en arrastrar por la fuerza a los venezolanos hacia
"el mar de la felicidad" cubano.
Un país, Cuba, donde, como en cualquier dictadura totalitaria,
sencillamente no creen en las virtudes de la separación de poderes y
repiten, con Marx y con Lenin, que esa es una zarandaja de las
sociedades capitalistas para mantener los privilegios de la clase dominante.
Esta falsificación de las ideas republicanas —las de Bolívar y Martí,
las de Juárez— van gestando una nueva facultad propia de este tipo de
Estado: desarrollan el monopolio de la intimidación. Gobiernan mediante
el miedo. Ese es el elemento que uniforma a la sociedad y la convierte
en un coro amaestrado.
Como quienes mandan hacen las leyes y juzgan e imponen los castigos,
acaban por generar un terror insuperable entre los ciudadanos e inducen
en ellos una actitud de sumisa obediencia que suelen transmitirles a los
hijos "para que no se metan en problemas".
La víctima termina por colaborador con su verdugo. Ese exactamente es el
objetivo. Una vez que las tuercas han sido convenientemente apretadas y
la jaula perfeccionada, el común de la gente, con la excepción de un
puñado de rebeldes, aplaude y baja la cabeza.
En ese punto ya no existen vestigios de la separación de poderes.
http://www.diariodecuba.com/internacional/1399105664_8420.html
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