Acerca del uso correcto de las palabras en política
FERNANDO MIRES | Oldenburg | 17 Oct 2015 - 10:30 am.
Las palabras son las armas de la política. Cuatro ejemplos: Alemania,
Cataluña, la Venezuela de Maduro y la Cuba de Raúl Castro.
Mucho se ha insistido acerca de la relación entre política y guerra. No
faltan motivos: la política como la guerra requiere del enfrentamiento
entre adversarios y, por lo mismo, de armas. Pero las armas de la
política son las palabras. Cuando la política agota las palabras,
estamos cerca de la guerra.
Si las palabras son las armas de la política, tenemos que escoger las
armas para enfrentar al adversario. En cierto sentido el adversario
determina el tipo de armas a usar. Así como en la guerra no podemos
enfrentar a un tanque con una bayoneta, en la política no podemos
enfrentar a un dictador con un lenguaje sublime.
En política la hegemonía solo puede ser lograda mediante el acertado uso
de las palabras. Derrotar al adversario es lograr que nuestras palabras,
y no las del adversario, sean las que dominen en el espacio ciudadano.
Al llegar a ese punto no debemos olvidar la primera regla de la
semiótica. Dice así: la realidad es una construcción gramatical.
De lo que se trata en política es de derrotar al adversario imponiendo
la hegemonía de un discurso gramatizado en cadenas de significantes. Por
cierto, ningún significante da cuenta total del significado que
pretendemos revelar. Hay que usar por consiguiente los significantes más
adecuados. Tal vez deba explicar este punto con ejemplos.
Siguiendo las discusiones en la lucha electoral que tuvo lugar en
Cataluña me fue posible observar cómo diversos grupos políticos se
referían al nacionalismo catalán empleando diversos significantes. Los
partidos catalanistas se autodenominaban "independentistas". Sus
adversarios en cambio los llamaban "separatistas" e incluso
"escisionistas". Y bien, si las diferencias semánticas entre esos tres
significantes no parecen ser muy grandes, en el marco de la discusión
política sí son gravitantes.
Independencia significa liberarse de un Estado opresor. Separatismo
significa restar una parte de la nación a otra nación. Escisionismo
alude a una ruptura sin reconciliación. ¿Cuál de estos términos impondrá
su hegemonía? Gran incógnita. Lo único que sabemos es que de esa
hegemonía depende el destino de la nación española.
Hay en Europa otro país en donde la lucha política se ha transformado en
una discusión (aparentemente) nominalista. Me refiero a Alemania. Pero a
diferencia de España, el objetivo allí es imponer un significante sobre
un fenómeno que irrumpe desde fuera del espacio político común, a saber,
los enormes contingentes de árabes, predominantemente sirios, que entran
al país. Sin embargo, al igual que en España, la denominación hegemónica
del fenómeno tendrá gran importancia para el curso de la política en los
próximos años.
Según sectores conservadores los recién llegados son simplemente
"emigrantes". Para los grupos de la ultraderecha en cambio, se trata de
una "invasión". Los socialdemócratas se debaten entre la terminología
conservadora y el uso de términos neutros, como "asilados". Para Angela
Merkel y quienes apoyan su política de puertas abiertas, los recién
llegados son lo que son: "refugiados de guerra".
Las intenciones que subyacen en cada término son evidentes. Si hablamos
de emigrantes nos encontramos frente a un problema que no es político,
sino demográfico. Si hablamos de invasiones, hay que pensar en bárbaros
que vienen a imponer sus costumbres y religiones. Si hablamos de
asilados, la tarea es hacer un corte discriminatorio entre los que
vienen por razones políticas y los que huyen de bombardeos. Si hablamos
de refugiados de guerra, hay que recibirlos a todos.
Toda esa variedad semántica nos demuestra cómo la significación de un
hecho condiciona a la política que hay que asumir frente a ese hecho.
Así se prueba una vez más que las palabras que usamos (no solo en
política), a la vez que emergen de una realidad, son portadoras (y
constructoras) de realidad.
Sin embargo, que la denominación de Angela Merkel —"refugiados de
guerra"— sea la más exacta, no garantiza de por sí su hegemonía.
Términos como invasiones (incluso inundaciones) apuntan a remover miedos
ocultos. De la misma manera, términos como emigrantes o asilados son
usados para desviar la atención con respecto a la palabra "guerra", la
menos popular en Alemania. En política, ya deberíamos saberlo, no
siempre se impone la verdad.
Para que el discurso más verdadero logre su hegemonía se requiere no
solo de su verosimilitud, sino del más intenso debate público. La
terminología que al final se impondrá nos dirá de modo preciso cuáles
son los sectores o grupos políticos que ejercen hegemonía en la política
de un determinado país.
En España y en Alemania el debate público está garantizado al menos por
instituciones democráticas, por una prensa libre y por la pluralidad
política. Pero, ¿qué ocurre cuando la competitividad entre los
significantes se encuentra bloqueada o entorpecida desde el poder, como
suele suceder en regímenes no democráticos?
En América Latina tenemos dos casos extremos. Me refiero a Cuba y a
Venezuela.
En esos dos países cuyos gobiernos son controlados por partidos-estados,
los detentores del poder han logrado imponer durante mucho tiempo un
discurso oficial. Pero también, en los dos casos, dicho discurso ha
terminado por perder credibilidad (hegemonía), aun entre sus propios
divulgadores. Esa ausencia de credibilidad origina a su vez el
desarrollo de contradiscursos los que, si bien no llegan a hacerse
públicos en los medios de difusión, no por eso dejan de existir.
Fidel Castro y Hugo Chávez lograron —y quizás hay que remarcar: no solo
por la fuerza— imponer la creencia de que ellos eran portadores de una
revolución. Hoy día, sin embargo, son muy pocos los que creen que Raúl
Castro o Nicolás Maduro sean representantes de alguna revolución. ¿Qué
nos dice este síntoma? Algo muy sencillo: Si el discurso de regímenes no
democráticos pierde su credibilidad (hegemonía) nos encontramos frente a
una profunda crisis de legitimidad de esos regímenes.
El caso de Raúl Castro es patético. Cuando pronuncia la palabra
revolución todo el mundo se pregunta: ¿Puede hablarse en tiempo presente
de una revolución después de más de medio siglo de haber sido iniciada?
Y si de todas maneras eso fuera posible, ¿contra quiénes la están
haciendo? ¿Contra el capitalismo, precisamente en el país que ha sido
convertido en el paraíso de los turistas, el que más ha abierto las
puertas al capital extranjero en toda América Latina? Raúl Castro no
puede ni siquiera engañarse a sí mismo. La palabra revolución solo tiene
sentido para designar a la oposición como contrarrevolución y así
continuar manteniéndose en el poder con la fuerza de las armas y no con
las de la política. Dicho lo mismo en términos casi gramscianos: el
castrismo es todavía una fuerza instrumental dominante, pero ya ha
dejado de ser una fuerza política hegemónica.
Frente a esa realidad la oposición cubana tiene dos opciones que no se
contradicen entre sí: designar al régimen de Castro como lo que es, una
dictadura militar y designarse a sí misma como "democrática". Ese
segundo camino ofrece la ventaja de que, sin ser nombrado, el régimen es
entendido como una dictadura y a la vez la oposición conforma su propia
identidad política ante sí y frente al enemigo.
Para Maduro a su vez, toda la oposición está formada por la "derecha
fascista", absurdo significante dedicado a designar a un conjunto
político pluralista en el cual los partidos social-democráticos tienen
preeminencia. No obstante, a diferencias de Castro, Maduro debe contar
con la existencia de contradiscursos muy consolidados en la arena política.
Por un lado, para sectores de la oposición el Gobierno de Maduro es
fascista, para otros, comunista, e incluso para algunos, las dos cosas a
la vez. Pero, por otro lado, ha aparecido un contradiscurso popular
cuyos significantes tienen que ver muy poco con las terminologías en
rigor. Lo vamos a decir del modo más sencillo: a la señora que hace
colas para conseguir alimentos, al marido cuyo sueldo ha sido devorado
por la inflación, en fin, a la gran mayoría, les importa muy poco si el
Gobierno es autoritario, fascista, estalinista, bonapartista o
cesarista. Para ellos ese gobierno es antes que nada "un gobierno
incapaz" (otros dicen "gobierno de mierda", pero es lo mismo).
"Gobierno incapaz" es un significante surgido de la experiencia
cotidiana. Por lo mismo debe ser entendido en su connotación política.
Ese significante nos dice que la mayoría de los ciudadanos votará el 6-D
en contra de los oficialistas, no porque de pronto haya descubierto que
representan a una dictadura. Lo va a hacer por la sencilla razón de que
la experiencia ha mostrado que ese gobierno ha provocado una feroz
crisis económica, política y moral, crisis frente a la cual no es capaz
de ofrecer ninguna alternativa. Eso quiere decir que el principal
enemigo de ese régimen ha sido su propia incapacidad. Publicitar y
politizar esa incapacidad ha sido, a su vez, un mérito de los partidos
políticos organizados en la MUD.
Por cierto, "gobierno incapaz" no es una categoría sociológica ni
politológica. No obstante, según las informaciones de que dispongo, ese
significante ya ha establecido su hegemonía gramatical en el discurso
político popular. Harían bien los candidatos si atendieran a ese detalle.
Denunciar al régimen como a una dictadura en el marco de una lucha
electoral, más allá de que efectivamente lo sea, solo interpela a los
sectores más politizados del país: a los que sufren directamente las
arremetidas dictatoriales. En cambio, denunciarlo como "gobierno
incapaz" interpela y moviliza a la mayoría, incluyendo a muchos que en
el pasado votaron por el chavismo. Y sin mayoría —es bueno recordarlo—
no puede haber hegemonía.
La exactitud semántica y la exactitud política de una palabra no siempre
coinciden entre sí. La política en tiempos electorales no se rige por
normas académicas.
Source: Acerca del uso correcto de las palabras en política | Diario de
Cuba - http://www.diariodecuba.com/internacional/1445029536_17550.html
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